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Escrito por Luca Chiantore (copyleft abril 2014)

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Cuando Roman Polanski rodó en 2002 la película The pianist, sólo una pequeña parte de los espectadores estaban familiarizados con el nombre de Wladyslaw Szpilman, el hombre cuya autobiografía Śmierć Miasta («Muerte de una ciudad») había servido de base al guión.

Al margen de lo que cada uno de nosotros haya opinado y siga opinando ante aquella película (¿cómo olvidar ese piano cuya afinación había aguantado inexplicablemente años de bombardeos y gélidos inviernos polacos? ¿y ese Steinway de cola de la escena final, modelo 1995, con teclas de plástico, cantos redondeados y un logo inimaginable en la Varsovia de 1945, como si la película fuera en realidad Regreso al futuro?), lo cierto es que la figura de aquel músico bien merecía ser conocida por el gran público. Yo creo que Szpilman merecía, en realidad, otra película: una película más acorde con la íntima emotividad del libro, y que no intentara presentarnos a su protagonista como el pianista que no era. Es probable, eso sí, que la película que yo hubiera deseado no habría ganado tres Premios Oscar ni siete Premios César. Pero si hoy dedico a Szpilman este post es porque he vuelto a ver este video, en el que el propio pianista, poco antes de su muerte, toca en su casa de Varsovia el Nocturno póstumo en do# menor de Chopin: 

La grabación de Szpilman es un trozo de historia. Es, sin embargo, un documento que hemos de tratar con cuidado, para aprender de él y no caer en fáciles banalizaciones. 

Szpilman no fue nunca -ni antes ni después de la guerra- un nombre propio en la historia de la interpretación. Fue lo que entonces se denominaba un «pianista de radio»: alguien que con su música rellenaba espacios en antena y garantizaba una presencia sonora con una flexibilidad que los discos no podían proporcionar. Los pianistas que hicieron historia, en la Polonia de antes y después de la guerra, fueron otros. 

Un hilo invisible, en la vida pianística polaca, liga entre sí una figura legendaria como Aleksander Michałowski (pasando indirectamente, por Ignaz Paderewski, Artur Rubinstein y Witold Małcużyński, que vivieron gran parte de su vida en el extranjero) a los cuatro intérpretes que ganaron el Premio Chopin jugando «en casa» (Halina Czerny-Stefańska, 1949; Adam Harasiewicz, 1955; Krystian Zimerman, 1975; Rafał Blechacz, 2005), y ese hilo no pasa por Wladyslaw Szpilman. 

Si el pianismo de Szpilman nos fascina, es posible que lo haga precisamente por ser lo contrario de lo que permitiría ganar un concurso internacional, e incluso de lo que necesitamos para seducir a la audiencia de un gran auditorio. Y desde luego, gracias a todo lo que sabemos acerca de su protagonista, si ese pianismo nos emociona tanto es porque nos acerca a una experiencia vital compleja, dolorosa e intensa, de la que Szpilman seguía hablando medio siglo después: en sus entrevistas, en su autobiografía libro y también con su música. 

Los tres minutos y medio de este video muestran a un pianista muy distinto incluso del que escuchamos en la banda sonora de la propia película, a cargo de Janusz Olejniczak. La comparación entre ambas grabaciones de este mismo nocturno son esclarecedoras:

Tan «profesional» Olejniczak, tan en línea con las expectativas de la música clásica actual, tan riguroso en la elección de una versión de la partitura que en en los años 40 ni siquiera se conocía (con ese improbable re sostenido como fundamental de la segunda armonía del tema principal), mecánicamente impecable y protagonista de una grabación cuya reverberación larga y resonante da a su disco ese tono a mitad de camino entre lo místico y lo edulcorado que tantas veces hemos oído en los discos de música clásica en los años 90, y que en 2002 todavía muchos técnicos de sonido empleaban. Tan «amateur», en cambio, Szpilman, con ese pulso oscilante, esa mano izquierda que a menudo tiene más variaciones dinámicas que la propia melodía, y con esas adaptaciones textuales de las que tal vez él ni siquiera fuera consciente, pero que bien habrían provocado la ira de quien fue su profesor en Berlín a principios de los 30: nada menos que Artur Schnabel. 

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No seré yo, desde luego, el que reniegue de una interpretación como la Szpilman, síntesis de tradiciones y a la vez alternativa al pensamiento único dominante. Y me alegro de comprobar cuántos comentarios emocionados suscita el video por la red. Pero sí es preciso ser conscientes de que lo que escuchamos en esta grabación contradice mucho de lo que venimos enseñando desde hace décadas en medio mundo. Es lo contrario de una lectura rigurosa de la partitura (véanse los cambios textuales) y es lo contrario también de una interpretación históricamente informada (con esa dinámica y ese rubato en la mano izquierda, tan distintos de los que los contemporáneos atribuyen a Chopin, y una realización de los adornos que no se ajusta a esas mismas fuentes); no se sustenta en ningún sistema analítico (ay, esos schenkerianos…) ni por supuesto propone una versión a contracorriente, basada en algún posicionamiento estético alternativo. Cualquier intento de ubicarla de una u otra forma en un devenir histórico está destinado al fracaso.

La historia personal de Szpilman nos habla del drama de una ciudad y de la tragedia de un pueblo, y en este sentido sí trasciende el entorno personal. Pero su manera de tocar se mueve en otra dimensión: precisamente esa dimensión que se sitúa en los márgenes del fluir de la historia.