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Escrito por Luca Chiantore, 15 de febrero de 2025 (English version here)

Tras la publicación de un “single” en noviembre de 2024, la difusión en redes de algunos videoclips de estética muy diversa y la salida al mercado del álbum completo el 7 de febrero de este año, se acaba de completar este sábado 15 de febrero, con el estreno en Stage+ de la película Alice Sara Ott: Nocturne, la articulada presentación al mundo del proyecto de Alice Sara Ott y Deutsche Grammophon en torno a los Nocturnos de John Field.

Alice Sara Ott lleva tiempo dejándome descolocado, algo que de por sí aprecio. No tuve suerte con ella la primera vez que la vi; aquel día no tocó bien, y a mí me costó años entrar en sintonía con lo que iba grabando y tocando en público. Sin embargo, a cada paso que daba, mi admiración por ella iba incrementándose. Quizás yo también he cambiado con el tiempo. Alice Sara Ott se ha vuelto con los años un icono de un mundo que quizás no sea tan mío, pero siento cada vez más cercano: un mundo dispuesto a fascinarse con la simplicidad, la proximidad y, por qué no, la fragilidad. Ella misma, por ejemplo, sube a Youtube y comparte en redes videos que no son siempre un modelo de pulcritud técnica ni de calidad audiovisual; pero lo fascinante es justamente eso: que se presenta tal cual es, sin editar ni retocar. Y eso enlaza con el resto de su constante presencia en redes: es encantadora en las entrevistas, siempre dispuesta a compartir el gesto cotidiano y la risa espontánea, y nunca percibes la arrogancia subyacente de quién se cree única y excepcional. No la conozco en persona y por tanto no sé hasta qué punto esa imagen pública se corresponde con su propio día a día, pero sin duda sus formas hablan de una manera muy concreta de presentarse ante el mundo. Ya sea estudiando en su casa, haciendo origami para calentar las manos antes de salir al escenario o resolviendo el Cubo de Rubik (en 49 segundos, lo que no está nada mal), la sensación que te da no es nunca la de quién te está diciendo “qué buena soy”, sino que está mostrando lo que hace. Una performance, evidentemente, pero sincera y directa.

Esa asociación entre música y vivencias se ha vuelto arte con el álbum que publicó en 2021, Echoes of Life, donde los Preludios op. 28 de Chopin se ven intercalados por una serie de obras recientes de autores diversos presentadas con rótulos que convierten el conjunto del disco en una historia de vida (rótulos ausentes, sin embargo, en la posterior DeLuxe Edition del mismo álbum), que inicia con un explícito “In the beginning” de Francesco Tristano, sigue con una “Infant rebellion”, pasa por una “No roadmap to adulthood” y acaba con un “Lullaby to eternity” de la propia Alice Sara Ott, construido sobre fragmentos del Lachrimosa del Requiem de Mozart. El momento más escalofriante llega con esa peculiar marcha fúnebre que es el Preludio nº 20 y la sucesiva Für Alina (“A path to where”) de Arvo Pärt, una obra que la propia Ott vinculó (especialmente en este video, que me dejó muy marcado) con la aparición de la enfermedad crónica que anunció en redes en 2019, explicitando así un vínculo que también se aprecia, de forma realmente inquietante, en los dos videoclips que Hakan Demirel y Ahmet Doğu Ipek realizaron sobre esta interpretación, y en particular en el primero, donde el cuerpo de la pianista se va multiplicando y desvaneciendo en un mundo onírico lleno de invisibles barreras.

Cuatro años después de aquel Echoes of Life, y precedido por un álbum beethoveniano encantador pero con menos cosas que contar, llega ahora este monográfico dedicado a los Nocturnos de Field, que Ott presenta siguiendo la numeración propuesta hacia 1870 por el editor Julius Schuberth (una publicación de especial interés porque el revisor es nada menos que Franz Liszt y cuya numeración seguiré en la continuación de este post). El trabajo está respaldado por la misma cuidadísima promoción que había acompañado casos anteriores, pero la propuesta sonora es distinta de cualquier otro disco precedente, con una postproducción que despierta preguntas a las cuales espero algún día poder dar una respuesta más documentada y argumentada de las que puedo ofrecer aquí.

Es un álbum grabado en Dolby Atmos, esto sí lo sabemos, y esto en sí no es una novedad absoluta. El piano, sin embargo, no es precisamente el instrumento ideal para aprovechar el potencial esta tecnología inmersiva. Diferente es cuando hablamos de grabar entornos naturales o eventos sonoros localizados a grandes distancias los unos de los otros; de hecho, una orquesta, con su dimensión y su diversidad de instrumentos, se presta mucho más que cualquier instrumento solo, donde existe una única fuente de emisión del sonido. Además, el sistema Dolby Atmos se ha creado para el cine, de modo que funciona especialmente bien cuando se trata de potenciar grandes contrastes; de ahí que, en lo que a piano se refiere, sus recursos han destacado siempre en coincidencia con repertorios e interpretaciones especialmente coloristas, como en el caso brillante del reciente Rapsodia Mexicana de Argentina Durán.

Este Field de Alice Sara Ott es un proyecto todo basado en medias tintas y parece, por tanto, el último lugar donde poder sacarle provecho a un sistema en el que la diversa ubicación de diversos micrófonos permite crear una sensación de mayor profundidad y espacialidad. En cambio, está claro que se ha sabido cómo explotar los recursos tecnológicos, y además sin perder en ningún momento la sensación de una naturalidad que no hace explícita esa mediación digital, a diferencia de lo que sucede, una y otra vez, con la imagen en todos los videoclips de estos Nocturnos publicados hasta el momento, tan declaradamente artificial. Aunque es cierto que el aspecto probablemente más característico de todo el proyecto es la variedad de matices en todo lo que va del piano hacia el silencio, y aquí no es fácil decir hasta qué punto es mérito de la intérprete (que lo es, seguro) y cuánto han influido las decisiones a la hora de definir la toma del sonido y su posterior procesamiento.

No dispongo de una ficha técnica para saber con exactitud cómo se ha grabado este álbum, cuántos micrófonos se han empleado ni su ubicación exacta. Algunas cosas, sin embargo, se notan ya a una primera escucha; otras se comprenden al observar algunas de las imágenes del largometraje de presentación, el citado Alice Sara Ott: Nocturne, dirigido por Andrew Staples. El aspecto más interesante es la cantidad de micrófonos de diafragma pequeño que se han situado perpendicularmente a las cuerdas, dos de ellos justo en correspondencia de los macillos. Al mismo tiempo, hay micrófonos de ambiente, algunos de ellos situados a mucha altura, otros justo detrás de la intérprete, seguramente junto a otros a mayor distancia. El resultado es una versión especialmente extrema de un recurso cada vez más frecuente, en la grabación de música clásica: el de combinar tomas muy directas y cercanas con otras generadas por micrófonos de ambiente muy alejados del instrumento (y aquí parece haber varios de ellos a diferentes distancias), para generar una reverberación aparentemente natural sin perder nitidez en el ataque. Un recurso que es, evidentemente, una artimaña acústica, ya que nadie escucha así en directo, ni el público, ni quien está tocando.

Por otra parte, la propia reverberación no es constante en todo el álbum: hay nocturnos en los que parece casi ausente (el nº 12, por ejemplo, pero también el 17 y el 18); otros en los que es muy evidente (nº 9, nº 15), con sutiles variaciones que a menudo contribuyen a crear variedad dentro de un mundo sonoro globalmente bastante homogéneo. Esta tampoco es una novedad absoluta: está aplicada de un modo mucho más extremo, por ejemplo, en la aclamada grabación de las Variaciones Goldberg por Pavel Kolesnikov publicada por Hyperion. Pero me llamó la atención encontrarla en un disco de Deutsche Grammophon,­­ y además tan integrada dentro de la gestión global de los diferentes momentos en busca de una variedad de resonancias que se combina con la propia gestión del pedal de parte de la pianista, que en ocasiones se entrega a medios pedales que en ese contexto no sabes bien si vincular a los teclados sin apagadores todavía en uso en la época de Field o a efectos impresionistas que bien enlazan con el candor general de esta producción.

Algunas de las soluciones interpretativas más ingeniosas de todo el álbum son inseparables, de hecho, de este uso de las resonancias: el brumoso inicio del nº 11, por ejemplo, o el conjunto del nº 13, una pieza cuya estructura obsesivamente repetitiva es especialmente difícil de gestionar y aquí adquiere un encanto a años luz de cualquier otra escucha anterior. Y la gestión de la estructura global de las piezas más desafiantes es una de las tantas facetas que aprecio de esta grabación. Lo que Alice Sara Ott consigue con el nº 16, en particular, es sorprendente; se trata del nocturno más extenso de la serie, casi una fantasía; la escritura, sin embargo, gira en torno a un abanico de fórmulas no tan contrastantes, de modo que es fácil que ésta parezca una obra desnortada, que vaga sin rumbo de un lado a otro sin saber cuándo y cómo acabar. En este disco, en cambio, no parece sobrar ni una nota en esos más de ocho minutos de música e incluso te mantiene en vilo hasta el último segundo.

Los últimos dos nocturnos, el 17 y el 18, también plantean retos similares; pero en este caso la sorpresa mayor me la he llevado con otro aspecto extraordinario de esta propuesta. Siempre asociamos Field con Chopin, especialmente en lo que a nocturnos se refiere. Pues en estos últimos dos tracks, en cambio, he pensado todo el tiempo en Schumann: esos silencios repentinos, esos rápidos diseños de acordes staccato, el rápido pasar de células cantables de tono sentimental a otras más bien caprichosas y fugaces… No debería extrañarnos, tratándose de obras escritas en 1836: el mundo del último Field es el del joven Schumann, y también el de la madurez de otras figuras hoy más olvidadas pero esenciales para entender lo que había sucedido y seguía sucediendo entre medias. Ignaz Moscheles, por ejemplo, tuvo un rol determinante en dinamizar la escritura pianística integrándola en los géneros más populares de la época. La cuestión es que esos dos nocturnos, que siempre me habían parecido obras bastante insípidas cuando no, directamente, desubicadas, aquí se revelan obras perfectamente representativas de la estética de su tiempo.

Para conseguir todo esto, evidentemente, Alice Sara Ott desenfunda una enorme variedad de efectos, que son especialmente elaborados en algunas de las conclusiones; los últimos compases de los nocturnos nº 2, nº 5, nº 9 y nº 10 son muy representativos de este anhelo por sacar el máximo del más mínimo detalle. La impresión que recibo de la escucha del álbum en su conjunto, de hecho, es la misma que me dan los diversos vídeos promocionales en los que la propia pianista nos habla de algunos de los nocturnos, claramente orientados a nos quedemos con la sensación de que cada uno de ellos tiene algo único que los caracteriza. Y eso es lo que sucede entre sus dedos: en cada nocturno hay al menos un detalle, un efecto, una peculiaridad sonora que escuchamos en ese nocturno y en ningún otro, ya sea a la hora de declamar algún pasaje, ya sea evidenciando los patrones de escritura más característicos.

Alice Sara Ott evidencia con discreción las sutilezas armónicas que van apareciendo (pienso, en particular, en el nº 7), a menudo con una ingeniosa interacción con la superposición de frecuencias generada por la propia reverberación; los silencios se amplían allá donde cobran peso retórico, al igual que el uso puntual del staccato se consigue quebrar la continuidad de un canto que podría volverse demasiado uniforme. El nº 12 es un buen resumen de todo ello y es también la pieza que incluye el único momento de explícita ruptura con la homogeneidad tímbrica general, gracias a un efecto de técnicas extendidas superpuesto a la grabación convencional, justo en correspondencia de los doce mi repetidos que a esta pieza le hicieron ganarse el título de Twelve O’Clock (así se le presenta en la edición inglesa de 1832, y con el correspondiente francés Midi en la edición parisina del año siguiente). El resultante efecto de campana no es sólo una curiosidad colorista: nos habla de una puntual incursión en el mundo de la grabación por pistas, un proceso que sigue pareciendo un tabú en la música clásica pero se está insinuando silenciosamente —con creciente frecuencia— también en nuestro mundo.

En éste y en otros aspectos, es evidente que estamos hablando de un disco que dialoga con otras tradiciones. Lo hacen, de un modo explícito, los videoclips que lo acompañan, pero lo hace también el sonido global del álbum. Sin embargo —y esto es lo que aquí más me importa destacar— esta abertura hacia otros estímulos no desemboca en un producto irremediablemente pop. Este disco mueve ficha, y la jugada es nueva, pero el tablero sigue siendo el de siempre: el movimiento sí consigue algo nuevo y nunca visto, pero es un movimiento interno a la tradición clásica. Pensemos cuántos retazos de esta tradición se dan cita aquí. La idea de una “integral”, en primer lugar (aunque, a decir verdad, no tenemos aquí los Complete Nocturnes anunciados en la portada: faltarían para ello los dos que ya en 1961 Cecil Hopkinson incluyó en su Bibliographical Thematic Catalogue of the Works of John Field junto a la mención a otro más aparentemente publicado por el editor Jurgenson en su día, del que no se ha encontrado hasta el momento ninguna copia). No sólo se presentan aquí esos 18 nocturnos ocupando con ello el disco entero, como en el mundo ya lejano de los Pollini, Ashkenazi y Barenboim: se respeta incluso el orden de publicación, descartando de este modo la posibilidad de tener un inicio tal vez más efectista, capaz de captar inmediatamente la atención (¿cuántas escuchas no llegan al track 2?) y quizás un final que funcione mejor como conclusión del viaje. Aquí los últimos compases del nº 18 —una obra que ya, de por sí, no parece propiamente un “final”— son tocados con especial discreción, como quien cierra silenciosamente la puerta antes de haber acostado al niño. Es el final menos glamuroso que se pueda imaginar. ¿O quizás precisamente se ése el mejor broche a un álbum todo él tan discreto e introspectivo?

Al mismo tiempo, no hablamos de una simple sucesión de piezas: la consciencia de la gran estructura está ahí. Los efectos en la declamación se van introduciendo poco a poco; los gestos expresivos se van haciendo más evidentes con el paso de los nocturnos. Pero todo va paso a paso, tanto es así que las transiciones entre un nocturno y otro es dónde mejor se ve el cuidado con el que se busca la variedad dentro del conjunto, especialmente allá donde el cambio de carácter y textura no es tan evidente (del 1 al 2; del 5 al 6; del 12 al 13), en ocasión con una especial creatividad (en el paso del 10 al 11, por ejemplo).

Nota a nota, compás a compás, estas sutiles decisiones interpretativas nos acompañan en un itinerario que nunca había parecido tan claro, tan capaz de transitar de Mozart a Schumann, sino de acompañarnos de la mano pasando imperceptiblemente de la vocalidad de Paisiello y Sarti a aquella de Bellini y Donizetti, tanto que acabas por olvidarte del modelo de Chopin, que hasta hoy había sido omnipresente no sólo en los discursos sobre Field sino en las propias integrales grabadas hasta el momento.

En común con esas integrales, sin embargo, ésta tiene una cosa: seguimos lejísimos de la práctica de la época. De hecho, en muchos aspectos, estamos más lejos que nunca del sonido que podemos razonablemente atribuir a Field, y no sólo porque Ott no toca un instrumento histórico. La distancia sideral que aquí hay entre melodía y acompañamiento, lleva al extremo una práctica impensable en la época de Field y que, de hecho, se impuso mucho después. Igualmente ajena a la práctica de principios de aquellos años es la sincronía entre ambas manos, que es un producto de la estética sonora del siglo XX al que aquí se renuncia —siempre de forma muy discreta— sólo en ocasiones (aunque, curiosamente, una ellas la hallamos justo en la segunda nota del álbum); la comparación con el rollo de pianola Hupfeld del Nocturno nº 4 grabado por Carl Reinecke en torno a 1907 no podría ser más explícita a este respeto (Reinecke, nacido en 1824, es una figura de extremo interés para acercarnos a la práctica de la primera mitad del siglo XIX y sus soluciones se ajustan al contenido de muchos tratados de aquellos años incluso más que a las prácticas del tiempo en que, ya octogenario, grabó sus rollos de pianola).

En el pianismo de Alice Sara Ott la herencia del siglo XX —y la consecuente distancia de las prácticas de la época de Field— es evidente también en otros aspectos. No hay prácticamente ornamentación añadida, por ejemplo (aunque es cierto que Field suele ser especialmente generoso insertando propuestas de ornamentación dentro de la propia línea melódica, de modo que, incluso desde una óptica decimonónica, raras veces la ornamentación parece necesaria), ni introducciones improvisadas, ni elaboración alguna de los acordes conclusivos. Y el pedal sincopado ­—otro elemento distintivo de la estética del siglo XX— es la regla, interrumpido únicamente allá donde ciertos característicos efectos de articulación lo requieren, alejándose en este sentido no sólo de las ediciones originales —donde la pedalización es habitualmente ausente— sino de los ingeniosos y variadísimos efectos sugeridos por el propio Liszt en la edición Schuberth.

El punto es que nadie, desde la época de Liszt, parece haber visto en Field una música digna de las salas de concierto. Algunos nocturnos aislados han entrado en el repertorio de algunos grandes pianistas, pero siempre de modo esporádico: del nº 4 tenemos una fabulosa grabación de Myra Hess; del maravilloso nº 15, una no menos maravillosa grabación doméstica del injustamente olvidado Ignace Tiegerman. Pero no hay mucho más, y las pocas colecciones completas de estos 18 nocturnos han estado siempre a cargo de intérpretes que no gozaban de una verdadera proyección internacional. Que las cosas estaban empezando a cambiar se intuyó en 2016, cuando Elizabeth Joy Roe (la “Roe” de la mediática pareja Anderson & Roe) grabó esos mismos 18 Nocturnos para Decca. Una grabación curiosamente antitética a la de Alice Sara Ott, austera, pausada y volcada a extraer de estas páginas toda la densidad posible; la declamación es intensa y el sonido cálido y globalmente uniforme, tanto que esa evolución estilística tan evidente en este nuevo disco pasa bastante desapercibida, mientras que el sonido que el siglo XX ha inventado para Chopin es omnipresente.

Aquí, desde luego, Field no es el pre-Chopin que siempre hemos querido ver en él. Y si, en ciertos aspectos, sobresale mejor la riqueza de su ubicación histórica, no es menos cierto que ésta es, a todos los efectos, música del siglo XXI. El mundo sonoro que aquí se genera —gracias a la tecnología, a una producción cuidadosísima, pero sobre todo al ingenio de una intérprete capaz de dar sentido a toda esta música— dialoga con procesos de escucha que son tremendamente actuales, y es esto lo que te hace pensar cuánta otra música que hemos enviado al trastero de la historia espera operaciones similares. Porque sí, acabas pensando: qué maravillosa intérprete es Alice Sara Ott. Pero también entiendes, como nunca antes, cuán magníficas composiciones ha creado John Field. Y si lo primero podía haber quedado ya claro visto los álbumes anteriores, lo segundo, al menos para mí, es una novedad. Aquí admiro la creatividad de Field y la creatividad de Ott, y compruebo, una vez más, el poder de la interpretación, cuando está hecha con creatividad, imaginación y un diálogo fértil con la tradición.

Escrito por Luca Chiantore, 1 de octubre de 2024 (English version here)

Acabo de ver No Fear, la película documental de Regina Schilling protagonizada por Igor Levit. Un largometraje documental enteramente centrado sobre este pianista que, como bien sabemos, ocupa un espacio propio en el panorama musical actual.

Levit toca muy bien y tiene un repertorio colosal, pero su popularidad no se basa únicamente en los méritos musicales. Ninguna carrera, en realidad, está basada únicamente en méritos musicales, ni hoy ni en el pasado. Con Levit, sin embargo, esto es especialmente evidente. Su gestión de la emergencia Covid fue un ejemplo clarísimo de ello, con aquellos 52 conciertos desde casa que generaron tanto seguimiento. Pero este largometraje marca un salto de calidad, en lo que exposición pública se refiere.

Se trata de dos horas exactas de película, con algunas filmaciones suyas tocando en vivo pero en gran medida dedicadas a verlo detrás de la escena, y no sólo ensayando, grabando o preparándose para salir al escenario, sino en acciones tan triviales como comprarse un par de zapatos o cocinar sin mucho arte en su casa, mientras habla en directo por videollamada (luciendo, eso sí, una camiseta que —mira por dónde— lleva impreso el lema “Love music, hate racism”).

Y aquí reside gran parte de la operación: descubrir al hombre detrás del artista. Con sus buenos sentimientos, por supuesto, pero sobre todo —y esto es nuevo— un hombre frágil, muy frágil. Las “nuevas masculinidades” encarnadas en uno de los máximos referentes del piano actual, una celebridad que habla reiteradamente de sus miedos y de sus inseguridades. En más de una ocasión, de hecho, se le nota cercano a la depresión, una palabra que él mismo utiliza. Impresiona. Y todo parece muy sincero. ¿Lo es? No lo sé. La impresión que da es que sí, pero no conozco a Igor Levit en persona como para tener una opinión fundamentada al respecto. Y lo digo desde el máximo respeto: hacia él, de entrada, pero también y sobre todo hacia quienes la depresión la viven o la tienen muy cerca. Es posible también que esta de Levit sea una forma de enfrentarse a esos miedos, lo que tiene mi máxima comprensión, y no tengo dudas de que el hecho de compartirlos públicamente puede ayudar a otras personas a sentirse acompañadas en esa dimensión tan humana.

Por otra parte, por muy suyas que sean sus reflexiones, el hecho de plasmarlas en un documental las convierte en un espectáculo, con todo lo que conlleva. Y es un espectáculo que quiere generar empatía. Todo el documental, en efecto, nos muestra al artista en gestos cotidianos. Adecuadamente seleccionados, evidentemente, y a saber hasta qué punto plasmados en función de la cámara: lo que parece tan espontáneo no deja de ser parte de un guion. El caso es que esos gestos los reconocemos y nos resultan familiares. Especialmente aquellos más ligados al uso del celular, ya sea el escuchar a través del altavoz del teléfono una música que se acaba de descubrir—Muddy Waters, concretamente, porque un artista clásico hoy no se puede permitir no apreciar la (buena) música popular—o viéndole postear reiteradamente los momentos curiosos de su vida diaria. Y también el inevitable compromiso ecologista, que nos llega en forma de filmación vinculada, cómo no, a su presencia en redes: la actuación en pleno invierno, en streaming para Greenpeace, entre los árboles de la Dannenröder Wald a punto de ser talados.

Claro está que el documental se encarga de recordarte que Igor Levit no es un artista cualquiera, sino alguien top top top, que toca más de cien conciertos al año, charla de tú a tú con el presidente de Alemania y es amigo íntimo de Marina Abramovic. Y también deja claro que se trata, a la vez, de un artista actual, muy actual: igual que lo aclaman con una “standing ovation” en el Concertgebouw, te lo puedes encontrar tocando la Appassionata en un directo de Tik-Tok. Con una imparable ristra de reacciones y comentarios, evidentemente. En realidad, ante ese video de Tik-Tok y tantas reacciones que parecen salidas de un guion cinematográfico, la sospecha de que sea todo un montaje no te la quita nadie. Pero que lo sea o no, en el fondo, es irrelevante. Todo este documental es, de algún modo, un montaje: es un montaje de momentos pensados para dar cierta imagen de la persona, y esa persona vive de hacer música, de modo que en última instancia estamos vendiendo al músico autorretratándose. Haciendo, en su conjunto, una performance.

Ahora bien, ¿no es todo lo que vemos en las pantallas una performance? Estamos actuando todo el tiempo, posteando nuestro día a día, y cuando se trata de música esto es especialmente cierto, con ese narcisismo que nos lleva a compartir las salas donde tocamos o lo maravillosas que son nuestras vivencias dentro y fuera del escenario. Y es a la vez una forma de comunicar, de informar, de hacer partícipes al resto del mundo de lo que hacemos. Levit, con este documental, lo hace. Lo hace dando una cierta imagen de sí mismo, y es una imagen que vende. Vende e impacta. Impacta verle dudar tanto, incluso en plena sesión de grabación, con esa Passacaglia de Roland Stevenson literalmente montada frase a frase; impacta notar su confianza absoluta en su técnico de grabación y con ello descartar la idea del gran artista que no necesita a nadie porque sus decisiones no dependen más que de su genio; e impacta percibir de un modo tal explícito su necesitad de contacto físico, de besos y abrazos, y de poner a su persona en el centro de la historia. Por supuesto que es una actuación. Es, toda ella, una performance, y por eso sabe llegarte tanto: porque convierte la experiencia ajena en emociones. Emociones que sientes tú, que la estás observando.

Escrito por Luca Chiantore, 13 de febrero de 2015

Mucha más gente de lo que solemos pensar acude a los conciertos de música clásica “para relajarse”. Increíble pero cierto. Y al mismo tiempo todos nosotros (aquí sí me incluyo) queremos que un concierto en vivo sea una experiencia, algo excepcional destinado a impactar nuestra imaginación y quedarse en nuestra memoria.

Sandra y Jeroen van Veen parecen haber encontrado la forma de dar un paso al frente en esta dirección. En sus “Lig Concerts”, los espectadores se ubican en el suelo, estirados sobre cómodas colchonetas. Parece una ocurrencia, pero no olvidemos hasta qué punto la posición del cuerpo condiciona nuestra relación con los fenómenos (sonoros y no sólo). Y no hace falta haberse leído a Foucault o a Françoise Escal para observar hasta qué punto la constreñida y estandarizada actitud corporal impuesta por el ritual del concierto clásico tiene mucho que ver con las ideas que han acompañado esa música a lo largo del último siglo.

LigConcert

Que ese dogma esté hoy en crisis y que muchos músicos y melómanos estemos abiertos más que nunca a nuevas propuestas es un hecho. Que éste de Sandra y Jeroen van Veen sea un camino de futuro, ya no lo tengo tan claro, por mucho que no sea una iniciativa aislada (en otros países se han realizado puntualmente performances parecidas). Lo que sí me parece coherente es el repertorio que estos músicos holandeses eligen, porque en esa posición no puedes escuchar tan fácilmente cualquier cosa. El tono muscular se relaja, el ritmo de las pulsaciones suele bajar, la escucha se vuelve aún menos física de lo que suele ser en un concierto clásico (que ya es mucho decir).

Los van Veen suelen tocar en estos conciertos una sola obra, el Canto ostinato compuesto en 1976 por su compatriota Simeon ten Holt. 75 minutos de minimalismo soft que enlaza de forma muy oportuna con el relax global al que este formato parece apuntar. Lo que cabe preguntarse es es si todo el mundo llega despierto al final del concierto, porque 75 minutos de música así, escuchada en esa posición, no son fáciles de aguantar. De aguantar despiertos, por lo menos.