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Los seres infrahumanos del ISIS acaban de perpetrar una masacre de civiles en Palmira: nada más llegar, la semana pasada, decapitaron según la televisión siria a 400 personas, muchas de ellas mujeres, niños y ancianos. Y desde Occidente los dejamos seguir. Nuestros gobiernos miran a otro lado (¿hasta cuándo?), e incluso el día a día de muchos de nosotros, en el fondo, no parece sacudido por esta enésima barbarie.

El hecho de tratarse de Palmira añade, sin embargo, un matiz importante. En todo lo que se ha publicado hasta el momento, es más fácil observar la preocupación por aquellas maravillosas columnas que en pocos días acabarán hechas añicos que por la gente que allí vive. Mujeres, hombres y niños a quienes se les está arrebatando el presente y el futuro, la dignidad y, a menudo, la vida. Y todo ello nos obliga a una reflexión, especialmente decisiva para quienes nos ocupamos de arte, de historia, de educación.

Palmira theatre lateral

Aquellos monumentos son un patrimonio de todos, y no sólo por que lo diga la UNESCO. Nos hablan es de la extraordinaria cultura que allí floreció. Nos hablan de la fuerza de Zenobia, que se enfrentó sola a dos imperios como el romano y el sasánida, convirtió su reino en una potencia militar y llegó a conquistar Egipto así como todo el Medio Oriente. Nos habla de la Ruta de la Seda que por allí pasó, convirtiéndola en una bisagra entre Oriente y Occidente. Y nos habla de cómo otros, siglos después, vieron en la arquitectura de esa ciudad un referente insuperable de belleza. Pero no lo olvidemos: aquellas son piedras. Y si de verdad nos preocupan esos monumentos más que esos pobres seres humanos nuestros contemporáneos, entonces cabe preguntarse si no nos parecemos al ISIS más de lo que nos gustaría creer.

Amo el arte, los vestigios de nuestra historia cultural y su incalculable valor estético y simbólico. Pero si la vida humana nos importa menos que esas piedras y los valores que vemos reflejados en ellas, entonces no vamos bien. Esos salvajes piensan exactamente lo mismo: destruyen esas piedras por lo que representan. Lo han hecho en Hatra, en Nimrud, en Mosul, y lo harán muy probablemente en Palmira. Y lo hacen porque, en el fondo, esas columnas y esas estatuas, con todo lo que representan (para ellos y para nosotros) les importan mucho más que la vida y la libertad de la gente. 

(Escrito por Luca Chiantore, 27 de mayo de 2015)

Finnegans Wake es la última obra de James Joyce, y una de las obras literarias más complejas y experimentales que se han escrito jamás.

Cualquier músico que se acerque a ella percibe inmediatamente en ella las similitudes con los sistemas de organización sonora que tantos compositores fueron desarrollando justo en los años de redacción de esta novela, a la que Joyce tardó 17 años en dar forma, entre 1922 y 1939.

Además del texto escrito, Joyce nos ha dejado también una lectura grabada de algunos importantes fragmentos, entre los cuales es formidable pasaje de Anna Livia Plurabelle que cierra el libro 1, donde dos lavanderas, dialogando en la orilla de un río, al caer la noche se convierten enigmáticamente en un árbol y una piedra.

La grabación de Joyce es una impresionante lección de declamación, cuyo ritmo y cuyos sutiles cambios de entonación son verdadera música para los oídos. En internet este documento (que se remonta a 1929, cuando el libro todavía estaba lejos de acabarse) se encuentra en distintos formatos. Me quedo con el siguiente, que incluye el texto subtitulado (conveniente incluso para quien conoce bien la lengua inglesa, dadas las características de un texto lleno de neologismos y juegos de palabras) y está acompañado de una insólita animación.

«Joyce buscaba un nuevo lenguaje. Y dado que era un músico, cuando hablaba hacía música», dijo Letizia Fonda-Savio, hija de un amigo de Joyce y alumna suya durante su estancia en Trieste. Esta grabación es un perfecto ejemplo de este «hablar haciendo música». La voz de Joyce retalla el texto de su Finnegans Wake, da forma a cada inciso, se adapta a esta prosa fragmentaria como ninguna, buscando en la conexión sonora entre una sílaba y otra el hilo de todo el discurso, que se despliega ante nuestros oídos como una música inimaginable sólo 20 años antes.

No hace falta ir muy lejos para encontrarnos con una asombrosa demostración de ello. Cuando el propio Joyce, pocos años antes, había grabado un fragmento de su anterior Ulysses, la declamación no era la misma: frases más largas y un mayor respiro, con ecos de una épica clásica a la que esa obra mira constantemente. Una interpretación distinta de la anterior y ajustada a las especificidades de una obra distinta.

Se ha dicho a menudo (incluso como ejemplo de que lo mismo sucedería con los compositores) que los escritores no son los mejores intérpretes de sus obras. Tal vez esto valga para otros. Con Joyce no: él me parece un gigante.

P.S. A quien quisiera conocer algo más de cerca Finnegans Wake, aconsejo consultar con detenimiento la página correspondiente en la versión española de la Wikipedia: 22.000 palabras y 273 notas al pie la convierten en la voz más detallada que jamás he consultado acerca de una obra literaria. Existe, además, un website dedicado a la relación entre Joyce y la música, www.jamesjoycemusic.com, que presenta grabaciones de música relacionada con la producción literaria de Joyce. El escritor irlandés, no lo olvidemos, mantuvo siempre una estrecha vinculación con el sonido y llegó a titular su primer libro Chamber Music, aunque se trata de una colección de poemas de amor. Su palabra, desde luego, es música. Y si los poemas son de amor, es música compartida. 

Escrito por Luca Chiantore (copyleft abril 2014)