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Unos monos pianistas protagonizan un corto animado de seis minutos que está circulando por la red desde hace un tiempo. Un video simpático, muy bien hecho como todos los productos de la ESMA (Ecole Supérieure de Métiers Artistiques), que tiene los ingredientes ideales para ser compartido tranquilamente por todo el mundo, avalado por una moraleja que nos habla de espontaniedad, igualdad de oportunidades y necesidad de dejar atrás viejos sistemas de enseñanza. Todo muy políticamente correcto, y para quienes todavía no lo haya visto, aquí está el enlace. Sin embargo…

Como es habitual en los cortos de estas características (desde Disney y Looney Tunes en adelante, hay una larga tradición en esta dirección), la clásica es asociada de entrada con el aburrimiento, y lo es especialmente en este caso: la practican seres sumisos y sin ideas, guiados por maestros insufribles. Hasta que te topas con el swing. Sí señor: un swing que va camino de cumplir un siglo. Moderno, simpático y sinónimo de libertad, según parece. Insisto: no es la primera vez que asistimos a una jugada de este tipo, ni muchísimo menos. Pero como el asunto, esta vez, me ha llamado especialmente la atención, me surgen algunas pregundas. Dos, esencialmente.

MonkeysLa primera es evidente: ¿De verdad el mundo tiene esta impresión de nosotros? ¿Realmente somos un poco así, más allá de los tintes caricaturescos que el cine suele darle? Porque si ésa es la imagen, quizás quienes nos miran desde fuera tengan una parte de razón. Y entonces es para hacérselo mirar, la verdad. Los músicos que yo conozco, los realmente buenos, desde luego no son así. Pero cuando miro a ciertos alumnos de conservatorio, allí sí he visto, en más de una ocasión, esa sumisión, esa ausencia de chispa. Quizás sea la proyección del legítimo temperamento de cada uno. Pero es más que probable que ciertos sistemas de enseñanza no hayan ayudado a crear otras dinámicas y otra actitud hacia la música y hacia la vida. Tanto «mira bien lo que está escrito»; tanto «así no está bien»; tanto repertorio cuyo estudio se eterniza prolongándose durante meses; y poca lectura a primera vista, la improvisación más bien ausente, la música de cámara sentida (especialmente por los pianistas) como excepción y no como actividad habitual… Todo esto no ayuda, no. Por suerte muchas cosas están cambiando.

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Es indonesio. Es pianista. Es pianista de jazz, más concretamente. Y toca como los dioses. Nombre: Joey Alexander. Edad: 11 años. No es una errata: once. Ha nacido el 25 de junio de 2003. Cuando te acercas a él, esos 11 años se notan. Es uno, para entendernos, que en las entrevistas es capaz de soltarte frases tipo: “Me gusta el piano porque tiene muchas teclas”. 11 años y mucha inocencia. Pero lo miras, escuchas lo que está grabando ahora (cositas sencillas tipo una versión propia de Giant steps de John Coltrane, aquí a continuación) y tienes la certeza de que es, todo él, un fenómeno.

No voy a hablar de él como jazzista, que no es mi terreno y en ese aspecto no tengo muy claro si lo que hay en él es únicamente una impresionante capacidad de imitación o también se vislumbran rasgos de posibles futuros caminos realmente personales. De lo que voy a hablar es de él como pianista, como ser humano que maneja su cuerpo para generar sonido a través de un instrumento que es el de muchos que circulamos por este blog. Y cuando veo cómo toca y pienso en la edad a la que lo hace, se te ocurren inmediatamente unas cuantas cosas que decir.

Una, sobre todo. Joey Alexander toca fabulosamente bien. Pero toca de una manera que sería impensable para abordar con la misma solvencia otros lenguajes. Para la clásica, en concreto, su manera de tocar, con esos dedos planos, esos cambios de posición realizados con antebrazo, la tensión continua del pulgar, el movimiento del brazo controlado desde el omóplato, resultaría impensable. Impensable, por lo menos, para conseguir el sonido que la música clásica ha empleado para la interpretación del repertorio canónico en estos últimos 150 años, es decir el tiempo que llevamos tratando a Bach, Beethoven y Chopin como “clásicos”. Si hiciéramos con ellos otra cosa (tipo: arreglar la escritura de las obras del pasado hasta impregnarlas de una estética compositiva individual), todo cambiaría. Pero eso es, evidentemente, no lo hacemos. No sólo: si lo hiciéramos empezaríamos a preguntarnos si a eso se puede seguir llamando “música clásica”.

Así que lo que hacemos al tocar Bach, Beethoven y Chopin es intentar amoldar nuestra mano y nuestra forma de vivir la música a una escritura nacida pensando en otra mano y en otra forma de vivir la música. Algo que el jazz, en cambio, dejó de hacer hace mucho tiempo. Un siglo, más o menos. Es decir, desde una época en la que el jazz no era propiamente jazz siquiera. Cuando uno escucha lo que hacía Jelly Roll Morton en 1920 con los ragtimes de Scott Joplin (o con las arias de Verdi, o con lo que fuera, porque todo podía pasar por ese filtro), entiendes perfectamente lo que puede suceder nada más abres la caja de pandora de una actitud realmente creativa ante la partitura.

Si a todo ello añadimos la crónica alergia a los acentos que la música clásica ha ido incorporando paulatinamente en todo este tiempo, el abismo se agiganta. Esos acentos tan definidos ‒que no son una prerrogativa de Joey Alexander, sino de tantos pianistas de jazz desde hace generaciones‒ son uno de los mayores tabúes de cualquier pianista clásico, especialmente si interpreta el repertorio escrito entre 1700 y 1900. Y no es casual que los acentos hayan sido el principal elemento de novedad que introdujo en su pianismo el añorado Friedrich Gulda a medida que, ya no tan joven, se fue acercando al jazz. Acentos, no hay que olvidarlo, que estuvieron a la orden del día en la época de Beethoven y que seguían caracterizando la forma de interpretar de un Brahms, aunque hoy encontremos tan pocas personas dispuestas a rendirse a la evidencia de las fuentes históricas que documentan esa práctica.

El caso es que el legato uniforme que hoy exigimos en la realización de escalas y arpegios exige una movilidad del pulgar que Joey Alexander no tiene, y lo mismo puede decirse de la gestión de los contrastes dinámicos o de la realización convincente de los pasajes en octavas paralelas. Allí la tradición nos ha acostumbrado a un tipo de sonido, y ese otro sonido requiere de cierta gama de movimientos. Por ello me interesa tanto un caso como el del joven Joey Alexander. Imposible imaginar una demostración más clara de que una técnica impensable para la música clásica sí puede funcionar magníficamente para el jazz. Y no puedo evitar preguntarme qué ejemplos podrían servirme para demostrar lo contrario: que una técnica impensable para el jazz puede funcionar magníficamente para la clásica. No hace falta pensar mucho: en mayor o menor medida podría citar prácticamente cualquier pianista clásico ‒del pasado y del presente‒ muy identificado con el repertorio de los siglos XVIII y XIX.

¿Alguien se imagina a Claudio Arrau o a Arturo Benedetti Michelangeli tocando como Joey Alexander? Y no estoy hablando de habilidad para improvisar, sentido del groove o familiaridad con los diferentes estilos: estoy hablando de una cuestión exquisitamente mecánica. Mira por donde, sólo el contacto con una parte del repertorio escrito a partir del siglo XX abre el abanico de nuestros recursos manuales hasta incluir actitudes corporales análogas a las que vemos en videos como éste. Un repertorio que, por otra parte, brilla a menudo por su escasez en la experiencia formativa de muchos pianistas clásicos.

Otra cosa es que, al ver a Joey Alexander tocando así, no pueda descartarse en absoluto que, en un futuro quizás no muy lejano, tenga algún serio problema muscular, en la línea de los que han acompañado a Keith Jarrett durante tanto tiempo. Pero esto no es un problema específico de los jazzistas, y en todo caso no existe ninguna certeza de que estos problemas finalmente se manifestarán. Pensé lo mismo al ver los videos tempranos de Murray Perahia y Maria João Pires, y acerté. Hice lo mismo con Evgeny Kissin, y en ese caso, no: a pesar del uso tan peculiar que él hace de su musculatura, no tenemos constancia de patologías que hayan interferido con su carrera. Por suerte, la complejidad de nuestro cuerpo es casi tan grande como la de la música, y los caminos que trazan a lo largo de toda una vida son imprevisibles.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft febrero 2015)