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Escrito por Luca Chiantore (copyleft diciembre 2012)

 

No es fácil escribir acerca de Francesco Tristano, y lo es aún menos en mi caso, ya que, como habrán entendido los lectores del post anterior, cualquier reflexión que yo pueda hacer no está en absoluto exenta de una fuerte implicación personal. No lo está, ni pretendo que lo esté. Porque muchos factores contribuyen a que me sienta profundamente involucrado en su trayectoria musical. 

  • En primer lugar, como amigo. Me importa él como persona, y todo lo que está relacionado su vida, tanto artística como afectiva. 
  • En segundo lugar, como… “fan” (digámoslo así, aunque se puede decir de muchas formas): me gusta su música, me gusta lo que hace y como lo hace. Existe una evidente sintonía estética que va creciendo con los años; disfruto al escuchar sus discos y presenciar sus conciertos como lo hago con muy pocas otras experiencias sonoras, en la actualidad. 
  • Finalmente, como historiador (y ésa es la vertiente que más me interesa aquí, aunque no puedo ni quiero desligarla de las anteriores): toda su actividad es un estímulo insustituible para el que quiera comprender la historia de la interpretación musical en la actualidad y el rol de la música (la música “clásica”, en particular) en la sociedad contemporánea, vislumbrando posibles caminos de futuro.

Este nuevo post, tercera y última entrega de esta miniserie, tiene que ver precisamente con esto: no con el pasado, ni con el presente, sino con el futuro. Que es precisamente el sentido último de estudiar la historia, cualquier historia: comprender de dónde venimos para orientar nuestra actividad y con ello influir en el futuro nuestro y de quien venga después de nosotros. Todo lo que voy a decir, por lo tanto, es una pura inferencia personal a partir de lo que veo alrededor mío.

Entre los pianistas de fama internacional nacidos an principios de la década de 1980 (y que por tanto tienen actualmente 30 años, la edad en la que suelen afianzarse las grandes carreras) sólo dos tienen, en este momento, todos los números para ser personajes de alcance histórico, de aquellos de los que se seguirá hablando de aquí a 100 años (siempre que el mundo esté en condiciones de que alguien hable de historia de la interpretación pianística, claro está: algo que, al paso que vamos, no es tan obvio). Uno de ellos es Francesco Tristano. El otro, claro está, es Lang Lang. Pianistas antitéticos donde los haya, en muchos sentidos, pero también con varios puntos en común. 

Dos de estos puntos en común merecen algunas palabras. Uno es el gusto por la tecnología, a todos los niveles. La presencia masiva en Youtube, por ejemplo, o el empleo de Twitter para comunicar con sus fans, pero también el no descartar laamplificación para alcanzar audiencias en espacios no convencionales para la música clásica son muestra de actitudes que no estaban en la vida diaria de la generación que los ha precedido, y que les consienten llegar a públicos potenciales inmensosy, de paso, resultar especialmente cercanos a seguidores con una franja de edad no mayoritaria en nuestros auditorios. El otro punto es una relación aparentemente desenfadada con la tradición: los detalles que en sus conciertos y en sus discos evidencian un alejamiento de los códigos propios de la música clásica en su momento de apogeo comercial (que fue reciente, no lo olvidemos: se remonta a los años 60-70) son incontables, desde el atuendo a la actitud gestual al tocar, la forma de saludar, las apariciones en programas de televisión… Incluso tienen en común el hecho de que en ambos casos el oyente no sabe bien cuál es el nombre y cuál es el apellido, o si todo es un nombre artístico. Y también otra cosa, enormemente significativa: la sencillez en el trato personal, sucercanía y afabilidad en las distancias cortas. Y luego está esa común energía vital, que en ambos adquiere la forma de una serena y sincera alegría, una alegría que desconcierta por su naturalidad, tan alejada de la distancia física y psicológica que la música clásica ha creado tradicionalmente en torno a la figura del “gran intérprete”.

Pero los puntos en común acaban allí. Y lo hacen cada año más, a medida que ambos van orientado sus respectivas carreras en direcciones distintas. Dos direcciones que parecen modelos de futuro, no sólo suyos sino de toda la música clásica. Por ello, para poder explicar por qué espero que el futuro de la música clásica tenga que ver con lo que Francesco Tristano está haciendo hoy, necesito hablar antes de lo que está haciendo Lang Lang, que de los dos es, evidentemente, el que tiene mayor éxito comercial. Los números están allí, y es probable que durante mucho tiempo siga siendo así. Puede que para siempre, mientras exista el concepto de música clásica. Sea como sea, el fenómeno Lang Lang hay que comprenderlo en profundidad, si queremos entender qué está pasando con el conjunto de esta música.

El gran público descubrió a Lang Lang con el concierto del Carnegie Hall de 2002, estudiado debut grabado en video y distribuido inmediatamente a escala mundial. Lang Lang (y su asesor de imagen, porque si no lo tenía y todo era producto de su instinto, entonces sí se merece el título de “genio”: un genio del marketing, como mínimo) jugaba entonces con su procedencia, se cambiaba de ropa en el segundo tiempo del concierto luciendo a partir de allí una chaqueta roja tópicamente oriental,

arrancaba esa segunda parte tocando las miniaturas de Tan Dun (China for export donde la haya, en el repertorio pianístico), acababa el concierto con las velocidades desaforadas de la fantasía lisztiana sobre el Don Giovanni y entre los bises insertaba el Träumerai de Schumann, un claro guiño a Horowitz, que con esa pieza había acabado tantos legendarios conciertos en esa misma sala. La guinda de la velada eran tres minutos de música tradicional de su tierra tocados junto a su padre, intérprete de er-hu, una ocasión que Lang Lang aprovechó para presentar a ambos –padre e instrumento− con eldesparpajo del hombre nacido para la divulgación, nacido para caer bien al oyente medio, un oyente que se sentía inmediatamente comprendido, involucrado, tratado de tú a tú, sin intelectualismos ni adoctrinamientos. Las siguientes entrevistas confirmaron esta impresión: Lang Lang no tiene miedo a la banalidad, no quiere gustar al que más sabe, dice pocas cosas, muchas de ellas tremendamente sencillas, pero de aquellas que en realidad todos los músicos sabemos pero gran parte del público no sabe. Probablemente nunca sabremos hasta el fondo si lo hace porque no sabe más, o porque es tan inteligente como para ajustar el nivel de su discurso a la altura de los conocimientos del grueso de sus interlocutores. Tal vez haya un poco de todo. Pero el caso es que no habíamos visto nada parecido desde la época de Artur Rubinstein, gran comunicador cuyo éxito siempre partió de esta capacidad de situarse a la altura del oyente medio.

En los últimos diez años Lang Lang ha demostrado que aquel inicio prometedor estaba destinado a un brillante y duradero futuro. Pero su propuesta ha ido transformándose imperceptiblemente. Su fraseo ha abandonado el detallismo narcisista de sus inicios, cuando la gran línea parecía desaparecer en un conjunto de instantes totalmente desligados entre sí, para dar vida a una poética mucho más ajustada a los cánones de la tradición (sus múltiples interpretaciones del Estudio op. 25 nº 1 de Chopin son un buen testimonio de esta mutación); su rubato –antaño tan amplio que a muchos nos resultaba realmente molesto− ha adquirido proporciones consideradas aceptables incluso por una parte del público más conservador (sin dejar de ser uno de los rasgos principales de su estilo, incluso cuando toca Bach); sus interpretaciones de las obras más emblemáticas para la identidad de la música clásica (como las diferentes sonatas y los conciertos de Beethoven grabados recientemente) son, de todo su repertorio, las que toca de forma más acorde con la tradición y ha reducido drásticamente las incursiones en la música tradicional china, durante sus apariciones en los escenarios occidentales (lejos queda ya ese desconcertante DVD Songs of the Dragon, cuyos arreglos despertaban el fantasma del peor Clyderman). En una palabra: ha ajustado su propuesta a las expectativas de un auditorio alineado con las convenciones actuales de la música clásica.

Conocemos este proceso: le pasó lo mismo a Ivo Pogorelich, que fue el pianista que más cerca estuvo de cambiar para siempre las coordenadas de la interpretación del repertorio académico. Pero eso fue a principio de los 80, y el propio Pogorelich, tras la muerte de su mentora Alicia Kezeradze, no supo recuperar el ingenio y la carga subversiva de aquellas interpretaciones hoy ya lejanas. Esos Estudios Sinfónicos, esa Sonata op. 35 de Chopin, ese Gaspard de la Nuit son hoy el recuerdo de lo que la música clásica habría podido llegar a ser y no fue. Y las sucesivas grabaciones del Tercer Scherzo muestran de forma implacable cómo fue cambiando su actitud hacia el repertorio, dejando atrás las propuestas –esas sí, radicalmente nuevas− de aquellos primeros años.

Lang Lang no es Pogorelich. Nunca lo fue porque nunca llegó a proponer una lectura del repertorio realmente anticonvencional. Al principio, sin embargo, sus propuestas estaban a menudo salpicadas de detalles que bien habrían podido ser puertas hacia otro futuro. En el propio concierto del Carnegie Hall de 2002, la Sonata Hob. XVI/50 de Haydn era tan rabiosamente ligera y juguetona, tan superficial en cualquier de los posibles significados del término, que por primera vez nos encontrábamos ante un Haydn despojado de cualquier espesor simbólico, de cualquier recuerdo de la metafísica idealista que tantas veces acompaña la lectura tradicional de los autores “clásicos”. Jamás en mi vida había oído algo así. Es evidente que esa música puede prestarse a muchas otras lecturas, pero aquel Haydn me pareció maravilloso. No fue ése, sin embargo, el camino que tomó Lang Lang a continuación. Hoy, diez años después, su pelo sigue engominado y las lentejuelas de sus trajes brillan cada vez más, pero la que sale de su piano es una música cada día más ajustada a la tradición. Y el éxito le da la razón: su público se ha incrementado con el tiempo, llegando a incorporar incluso a muchos de aquellos que hace años contaban entre sus detractores.

Y no sólo eso: con esa fórmula, además de contentar al público europeo más conservador y alcanzar éxitos internacionales en todo el mundo occidental, marca profundamente el rol histórico que desempeña en la cultura de su país. Lang Lang es una ventana sobre la música clásica occidental para millones de personas que hasta él no habían sentido interés ni tenido acceso a esta tradición musical.

Gracias a él, y a sus lecturas de algún modo tan convencionales, ese mundo conoce la música clásica occidental de una forma no tan distinta a como la tradición reciente la ha imaginado, deseado y amado. No sé si esto me acaba de gustar o no, pero es un hecho. 

La responsabilidad histórica de quienes se encuentran en un rol como el suyo es enorme: si lo que haces es el referente para generaciones de músicos, el cómo decides hacerlo tiene consecuencias de gran alcance. Y, de nuevo, se impone la analogía con Artur Rubinstein, que se vio convertido en intérprete chopiniano por excelencia justo en el momento en que la industria del disco se expendía vertiginosamente a nivel internacional. Claro que sus interpretaciones contribuyeron a su vez a impulsar esa industria, pero es aún más cierto que las razones del boom de ventas de esos años trascendía las decisiones interpretativas de Rubinstein. 

La tecnología, el desarrollo económico de Occidente y las leyes del mercado convirtieron a Rubinstein en un icono, y su forma de frasear se volvió un modelo para el futuro, pero si la invención del micrófono hubiera tenido lugar 30 años antes, y la Primera Guerra Mundial no hubiera sido lo que fue, quizás el modelo para el futuro habrían sido los Nocturnos y las Baladas tal como las interpretaban Paderewsky o Busoni, a años luz de la sensibilidad y el pianismo de Rubinstein. En cambio, en el periodo de entreguerras, lo que estaba siendo un simple recambio generacional se convirtió en un momento de no retorno y el modelo de Rubinstein sigue siendo hoy, un siglo después, el paradigma a través del cual se juzgan las interpretaciones chopinianas (y no sólo) de los intérpretes actuales. Si tocas hoy como tocaba él, sigues consiguiendo una nota excelente en cualquier conservatorio del mundo. 

Al futuro de la música clásica en China –cuya difusión genera tanta expectación y a la vez tantas incógnitas en todo el mundo−, le puede pasar lo mismo con Lang Lang: si él es el referente, la imagen que ellos tengan de esa música va a estar tremendamente influida por los caminos que él vaya tomando. Y si sus interpretaciones se vuelven cada vez más convencionales, esos convencionalismos van a ser los que se instalen como referencia sonora para esos millones de pianistas (¿30? ¿35? ¿40? las cifras divergen, pero no tanto) que en este mismo momento están practicando con su instrumento en el país asiático.

Lang Lang sigue pudiendo cortar y adaptar a su antojo una rapsodia de Liszt si se trata de aparecer en programas televisivos de gran audiencia como El Hormiguero y ha publicado con Sony la banda sonora del videojuego Gran Turismo 5, pero el conjunto de su propuesta en el escenario es más rompedora en lo que respecta a vestuario y saludos que en lo que respecta al sonido en sí mismo. Y el formato del concierto es el de siempre: un instrumentista solo en el escenario, sentado ante su Steinway, sin amplificación y sin partitura. O con orquesta, siguiendo a rajatabla las correspondientes variantes de ese mismo ritual. De vez en cuando se permite una excepción, por lo general adecuadamente estudiada para reforzar la imagen de músico capaz de alcanzar públicos no convencionales (como en el concierto que grabó en 2011 en el Roundhouse de Londres,www.roundhouse.org.uk, una sala habitual para rock y músicas alternativas), pero incluso en esos casos la propuesta interpretativa es perfectamente acorde con la tradición más consolidada, aunque no lo sea la escenografía y la iluminación (en Youtube hay buenos ejemplos de ello). A parte quedan sus puntuales apariciones en otros marcos, como su participación en los premios MAMA del pasado noviembre de 2011, que convirtieron en trending topic nº 1 mundial en Twitter el hashtag #MoonlightSonata durante más de 20 minutos, algo nunca visto en el mundo de la música clásica. Pero ésa era a todos los efectos una excepción: Lang Lang se presentó allí junto a un grupo pop coreano de diseño, Beast, y lo que hizo fue un medley, medio primer movimiento de la Sonata op. 27 nº 2 de Beethoven, seguido del final de La campanella, para luego acompañar con largos arpegios dignos de Liberace la aparición del dichoso grupo pop, en medio del griterío histérico de miles de adolescentes.

 

Inluso en medio del esperpento de aquel show, Lang Lang escenificaba una separación: él representaba la música clásica –una música clásica puesta al día, eso sí, deseosa de estar allí y dispuesta a negociar incuso en terrenos aparentemente sagrados como la unidad de la obra− y el grupo pop representaba la música moderna. Y tras un momento de contacto, el resto del espectáculo era todo para el grupo pop. Nada de trabajo conjunto, nada de una música que fuera un cruce de experiencias

Y es allí en donde se impone la comparación con Francesco Tristano. Él también sabe mucho de mundos sonoros diversos –sabe más que Lang Lang, de hecho, de todo ello−, y él también no tiene problemas en subir el piano a un escenario lleno de luces y amplificación. Pero lo que hace él es otra cosa: él sí hace fusión. Él esfusión. Fusión de lenguajes, de experiencias sonoras, de prácticas, de formas de interactuar con el público. Es intérprete, como Lang Lang. Pero es tambiéncompositor. Y es improvisador. Ha estudiado a fondo el jazz, conoce perfectamente el mundo de la electrónica y su conocimiento de la música occidental alcanza repertorios que por lo que parece Lang Lang ni conoce ni está interesado en frecuentar. 

Estos mundos, estas habilidades y estas experiencias se entremezclan en la actividad diaria de Francesco Tristano. Se alternan en sus grabaciones y se entrecruzan en sus conciertos en vivo, según una fórmula siempre variable y difícil de prever de antemano. Y de aquí nace una primera parte del problema, porque el público que se asoma a un concierto de Francesco a menudo se encuentra conalgo muy distinto de lo esperado. Y no hablo sólo de quienes ingenuamente se puedan esperar un concertó convencional: incluso quienes están familiarizados con su discografía, o quienes lo hayan podido escuchar repetidamente en programas diversos es posible que se encuentren inmediatamente arrastrados en una vorágine sonora totalmente distinta de cualquier cosa oída hasta el momento. 

 

He escuchado a Francesco ya en muchas ocasiones, y no ha habido ni un concierto en el que a cierto punto (y, a menudo, desde el primer momento) no haya sentido la sensación de estar ante un artista totalmente nuevo, que me desafiaba invitándome a replantearme barreras estilísticas y costumbres de escucha. Y hablo de replantearlas no con respecto a un hipotético conservadurismo rancio, sino con respecto a la propia escucha de sus discos. Si el deleite que proporciona un concierto de música clásica es a menudo basado en el placer del encontrarse con lo conocido, con el comprender y disfrutar cada día un poco más algo que ya sabemos lo que es (un repertorio, unas sonoridades, una cierta retórica expresiva), con Francesco Tristano ese mismo pasado puede convertirse en un problema, si no sabemos verlo como ocasión de plantearnos y apreciar lo desconocido. Lo “desconocido”, claro está, para nosotros, porque a menudo los ingredientes de ese curioso mundo sonoro que nos envuelve nos sorprenden tanto sencillamente porque proceden de otros ámbitos, de otras tradiciones, de prácticas musicales que el oyente de la música clásica no suele frecuentar. Y aun así, el producto final de esa fusión es a menudo nuevo en cualquiera de los posibles entornos con los que puede estar relacionado.

 

Seguirle el paso a Francesco Tristano es complicado. Incluso para sus fans, incluso para aquellos que se descargan sus grabaciones y las escuchan con tanta fruición. Ir a un concierto en el que esté programada La Capricciosa de Buxtehude puede significar encontrársela interpretada a un tempo que poco tiene que ver con el disco recién grabado, enriquecida con inesperadas reverberaciones creadas en tiempo real por ordenador.

O puede significar, al día siguiente, justo lo contrario: escuchar esa misma obra en el marco de un concierto totalmente acústico, en el que Francesco muy probablemente ni siquiera acercará su pie derecho al pedal, mientras en su Long Walk la obra es objeto de un sofisticadísimo trabajo de mezcla que transforma paulatinamente la tímbrica del instrumento y la resonancia que lo acompaña. 

Con Francesco Tristano todo puede pasar. Puedes guardar celosamente en tu casa una de las escasas copias de su ya antiguo disco dedicado a Frescobaldi, y encontrarte en concierto esas mismas tocatas interpretadas como si hubiera dos pianos afinados a una distancia de un cuarto de tono. O, al revés, puedes quedar totalmente fascinado por los efectos en directo de una pieza de Cage que cuando compres el disco te encuentras presentada en un formato tan distinto que laexperiencia auditiva es directamente otra. Y puede ser algo muy fascinante: vemos la obra transformarse continuamente, adquirir aspectos inesperados, a menudo capaz de cruzar ámbitos con una fluidez sin precedentes conocidos. 

Para quienes estudiamos la historia y la teoría de la interpretación musical se trata de un fenómeno realmente electrizante. Pero hay que reconocer que exige mucho al público. Especialmente a un público como el de la música clásica, que no destaca precisamente por su inquietud, por su búsqueda de la novedad, por su entusiasmo hacia la tecnología y la contemporaneidad. Francesco Tristano no trata al público mirándolo desde arriba, con la arrogante presunción que ha acompañado durante un tiempo cierta música contemporánea, que arropaba su hermetismo con la militante certeza de que si el público no la entendía era porque no era lo suficientemente cultivado. Pero es cierto que toda su actividad es un continuo desafío, una invitación a cruzar puertos y fronteras aparentemente intransitables. 

De todas esas separaciones, de todas esas barreras que no dejan de ser barreras mentales, la más difícil de transitar es precisamente la que Francesco Tristano frecuenta con más alegría y desparpajo, y es la que ha separado el concepto de música clásica de la idea de música popular: la música popular urbana, esa música que no tiene inconveniente en integrarse con el baile, con el ocio, con procesos de interacción social y de difusión masiva. La música clásica, desde sus inicios (es decir, desde el momento en que se empezó a presentar como algo “a parte”, con derecho a ser considerada arte y no objeto de consumo), ha tenido en la música popularsu peor pesadilla. Era y es el fantasma que despierta sus peores instintos, recordando a menudo la ira de quien sabe que tiene mucho más en común con su peor de enemigo de lo que quiere dar a entender. Lo es en Europa, en particular; menos en otras partes del mundo. Pero la jerarquía está siempre, especialmente si hablamos de músicas relativamente recientes como el techno o el hip-hop, no menos que el pop más comercial o el tan temido heavy metal. El folklore, las músicas rurales y otras tradiciones más lejanas nunca han dado el mismo miedo. La música popular sí. Tocar Mozart con acompañamiento de darbuka (como en el disco Mozart in Egypt) puede sonar excéntrico, pero no deja de parecer una simple curiosidad, e incluso puede resultar atractivo. Tocarlo con una batería rock no: ¡eso es lo peor! Eso es digno de los peores anatemas. Y no es una cuestión estética relacionada con el balance tímbrico, evidentemente: es una cuestión cultural.

Así que cuando Francesco empieza a lanzar sus loops, disparando patrones rítmicos desde su ordenador y procurando que desde el escenario −a través de unos altavoces a los que muchos espectadores renunciarían de entrada− surja un sonido cuidadosamente saturado (y lo hace mucho, en los últimos tiempos), lo que se genera en el público es a menudo una innegable perplejidad, especialmente si estamos en un teatro o un auditorio sinfónico. Llevamos 150 años oyéndonos decir que ese mundo era la negación de todo lo bueno que podía tener la música clásica. Y ahora, allí está. Incluso es posible que nos guste. Pero no habíamos quedado en eso: se suponía que eso era lo peor. Encima, ese ritmo está pensado para moverse, pero el público de la clásica no se mueve. Las butacas no están pensadas para ello, y todo lo que solemos hacer y pensar mientras estamos sentados en ella es lo contrario exacto de lo que haríamos si esos mismos ritmos los oyéramos en un club de música electrónica.

No todos son grooves y ritmos obsesivos, por supuesto. En un mismo concierto Francesco, de hecho, es capaz de llevarnos hasta al menos dos o tres realidades que poco tienen que ver las unas con las otras, aunque siempre sin renunciar a lanzar puentes de conexión que permitan que esas realidades se contaminen mutuamente. Para seguirlo a él es preciso estar dispuestos a esta transición. Que es una transición de alcance histórico. Y la historia, no lo olvidemos, la hace la gente. La historia de la música, por mucho que haya quien se obceca en decir lo contrario, no la hacen los músicos: la hace el público. ¿Qué público habrá, de aquí a 10, a 20 años, para propuestas como las de Francesco Tristano? De momento, está claro, el suyo es un público minoritario. ¿Aumentará? ¿Disminuirá? ¿Se quedará convertido en un nicho de freakis, o se convertirá en un movimiento capaz de generar nuevo público, festivales, grabaciones, nuevas iniciativas hoy impensables? E incluso en caso de convertirse en un movimiento masivo, ¿lo hará en nombre de una nueva etiqueta en la que identificarse −una etiqueta a la que hoy todavía no hemos dado un nombre− o será parte de un mundo en que las propias etiquetas van diluyéndose y perdiendo de sentido? ¿Será una nueva frontera o el principio de un mundo que ha decidido renunciar a ellas?

 

Con este post se cierra nuestra serie dedicada al estado actual de la música “clásica” (o “académica” o “de concierto”, o como se la quiera llamar) a partir de la figura de Francesco Tristano. El primero, «Francesco Tristano y el pasado de la música» fue publicado el pasado domingo 16 de diciembre; el segundo, «Francesco Tristano y el presente de la música», fue publicado el viernes 21 de diciembre, ambos en este mismo blog.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft diciembre 2012)

 

Pasado, presente y futuro son formas de pensar. Y son constructos fuertemente instalados en la cultura occidental, aunque esto no ha impedido de que en los últimos dos siglos hayan despertado, con toda razón, recelos de todo tipo y en los ámbitos más diversos. El caso es que justo el más inefable de los tres, ese “presente” que apenas lo vivimos ya es pasado, es también el único que es propiamente real. Porque el pasado ya fue, y lo que nos queda de él son documentos y recuerdos, puntos de partida para una narración que inevitablemente hacemos a partir de nuestro presente. Y el futuro es una suposición, una recreación imaginaria en la que proyectamos nuestro propio sentir.

Nos queda el presente, y ese presente es nuestra verdadera dimensión. Vamos a un concierto, nos sentamos (o no), empieza la música, y ése es presente que acontece. También lo es escuchar una grabación, incluso si ésta se realizó hace décadas, porque la escuchamos hoy, en un contexto concreto y en un momento concreto de nuestra existencia: la grabación puede ser “antigua”, pero el reproducirla y el escucharlas forman parte de la cultura del presente. De hecho, si escuchamos un disco de Horowitz no escuchamos a Horowitz tocando como si se tratara de tenerlo todavía ahí, vivo ante nosotros: escuchamos, para empezar, una reproducción concreta de una grabación realizada pensando en otros soportes y otras costumbres de escucha, y el sonido que nos llega depende de forma a menudo determinante de los aparatos de reproducción que empleemos, de los procesos de producción que se han empleado, incluso en músicas que supuestamente plantean imitar el “sonido del directo”. Pero aún más importante es que escuchar una grabación –hoy más que nunca− es sobre todo una vivencia distinta, que poco tiene que ver con cualquier concierto en vivo. Ni mejor ni peor, en principio, pero sí radicalmente diferente. El universo de la música clásica ha tenido a menudo un problema con esto, y se ha hecho todo lo posible para que esta diferencia pareciera una ilusión, pero la diferencia ha estado ahí, siempre.

La escucha en directo, por muy electrizante que pueda resultar escuchar música reproducida, representa una experiencia incomparable, diferente de cualquier otra. Precisamente porque en ella la música toma forma ante nosotros, en un tiempo es nuestro tiempo. Ha habido música durante milenios, en el planeta tierra, pero la única que tenemos allí, la única que es presente es la que está alcanzando en ese preciso instante nuestro pabellón auricular, y de allí se mueve hacia el tímpano para alcanzar la cóclea y… ya! Esa música ha llegado a nuestro cerebro, destino final. Pero justo en ese momento, mira por dónde, esa música interactúa con todo aquello que entró antes (en el pasado, por tanto) en ese mismo cerebro. Y el resultado es de lo más fascinante. Porqueescuchamos al presente, pero vivimos lo escuchado a partir de las experiencias del pasado. Y eso es especialmente cierto si ese pasado no está hecho sólo de emociones y experiencias vividas, de melodías memorizadas, de timbres que nos son familiares y de otros que lo son menos, sino también de juicios de valor, de códigos estéticos, de clasificaciones diversas relacionadas con la historia, los estilos, los sistemas de organización sonora.

Ir a un concierto de música clásica –porque de música clásica vamos a hablar, aunque estas observaciones se pueden aplicar a cualquier ámbito− supone, por definición, asumir el peso de esas clasificaciones: el propio concepto de música clásica es un constructo, y bastante tardío, que poco tiene que ver con las intenciones y la realidad social de sus compositores más emblemáticos. Y el formato de un concierto de música clásica, hoy, hereda consignas que nos encontramos ya hechas y, al menos aparentemente, parecen inamovibles. El programa anunciado de antemano, la estudiada alternancia de aplausos y silencio, la separación física entre los músicos y su público, la inmovilidad corporal de este último, una estudiada homogeneidad tímbrica y el recelo hacia la amplificación y la manipulación electrónica del sonido (que si la hay, por lo menos “no se note”) son sólo algunos de los muchos fenómenos que acompañan este ritual, y que contribuyen a hacer de esos conciertos un espacio a parte.

El caso es que, cuando entras en un concierto de música clásica, tienes inmediatamente la impresión de que ése va a ser un concierto de música clásica: un concierto que ratifique, un día más, la idea según la cual la música clásica es algo diferente de cualquier otra música (aunque pueda servir, eso sí, como referente para llevar a esos mismos espacios músicas relacionadas frecuentemente con otros entornos y otras experiencias, ya sean músicas del mundo o jazz de lo más exquisito). Un concierto, sobre todo, que nos recuerde hasta qué punto esa música (ya sea Bach, Beethoven, Stravinsky o Berio, no importa) es drásticamente diferente de cualquier cosa que podamos relacionar con la que los anglosajones definen como popular music. La música popular urbana, ya saben: el pop, el rock pero también el tango, la copla, la electrónica de baile…

Hoy, algunos aspectos de ese ritual están en movimiento. Otros, en cambio, no. Hasta hace no mucho tiempo, por ejemplo, un pianista varón debía ir vestido rigurosamente con frac; las mujeres, con traje de noche y zapatos de tacón. Hoy, el frac tradicional –el de Sokolov, para entendernos, con faja, camisa con gemelos y pajarita blanca− es la excepción, y divers@s intérpretes (más mujeres que hombres, en este caso, capitaneadas por la icónica Maria João Pires) directamente suben al escenario descalz@s. Y nadie ve en ello un peligroso acto de ruptura, como mucho una atractiva excentricidad. Asimismo, pocos son los intérpretes que suelen dirigir palabras al público, pero el que lo hace es saludado por lo general por sentidas muestras de agradecimiento: a nadie se le ocurre que esto quiebra la sacralidad del ritual o rompe alguna inamovible regla no escrita.

Pero otros aspectos son mucho más resistentes al cambio, y no es casual: cuanto más nos acercamos al núcleo, al ADN de la música clásica, a las que son sus supuestas señas de identidad, más fuertes son los recelos ante el cambio de actitud. Por parte de los intérpretes y por parte del público. Y mientras nos convenzan esas señas de identidad, es natural que así sea: no quieres renunciar a lo verdaderamente importante, al fondo de todo aquello en que te identificas. Hasta el punto que se podría imaginar una definición de lo que es hoy la “música clásica” –de lo que se entiende por “música clásica”− precisamente a partir de esos focos de resistencia. No es el objetivo principal de este texto, pero está claro, a estas alturas, que música “clásica”no es la que escribieron Mozart y Brahms: según cómo los tocas y según cómo los escuchas, dejan inmediatamente de ser música “clásica”. La “música clásica”, de hecho, es en primer lugar una forma de escuchar: es música clásica lo que escuchas como música clásica, exactamente como sucede con cualquier otro fenómeno sonoro, y con la propia diferencia entre música y ruido. Y por lo general lo escuchas como música clásica lo escuchas así porque el intérprete se ha encargado de ajustar su interpretación a esa misma categoría. Hay un pacto tácito entre intérpretes y público, que funciona mientras se encuentren de acuerdo y esto satisfaga a unos y otros. Hay un pequeño detalle, y es que mucha de la música que solemos tratar así no nació para ser interpretada así, ni para ser escuchada así, lo que no sería ningún problema si no fuera que el mundo de la música clásica se obstina en hablar de “fidelidad al compositor”, de “respecto por la partitura”, de un intérprete que se pone “al servicio de la obra” y otras afirmaciones por el estilo, que la musicología hoy desmonta sistemáticamente, pero aun así siguen tenazmente en el vocabulario de muchos músicos, pedagogos y críticos. La realidad histórica habla claro: mientras Mozart y Beethoven estrenaban sus obras, la gente hablaba, comía, aplaudía al final de un solo (si les había gustado, claro está) o no aplaudía en absoluto, ni siquiera al final de la obra, si ésta no había gustado.

Hoy, como sabemos, la situación es totalmente puesta. El formato tradicional del concierto clásico está orientada a favorecer una actitud de tipo contemplativo, en la que todo –desde el silencio hasta la austeridad corporal y la rigidez del ritual− tienen evidentes paralelismos con el ámbito religioso. Y el paralelismo con la religión se hace aún más evidente si pensamos en el trato de auténtica veneración que allí se reserva a la partitura, intocable texto sagrado, presentado a través de una “interpretación” que, en primer lugar, exégesis necesaria al conocimiento de la verdad. La teatralidad propia de las artes escénicas, los recursos retóricos de la tradición oratoria, la propia idea de que ése sea, en última instancia, un espectáculo, son realidades vistas con evidente suspicacia desde al menos un siglo, por lo menos en el campo de la música instrumental.

Para facilitar la forma de escuchar que la caracteriza, la música clásica se ha dotado con el tiempo de espacios propios: auditorios y salas de conciertos pensadas para que el público pueda estar sentado, cada uno en su butaca, sin opciones para moverse e interactuar corporalmente con los demás, lejos de cualquier tentación relacionada con la comida y la bebida, con una iluminación pensada para que nuestra atención se concentre exclusivamente en lo que sucede en el escenario, que a su vez es austero y discreto, por lo general ajeno a cualquier despliegue tecnológico. Luego uno puede escuchar a Chopin en su iPod, cuando y donde quiera, en su sillón, en el metro o corriendo por el parque, y puede ver reproducidos esos mismos conciertos en su pantalla de ordenador través de Youtube, pero los espacios en los que puedes ver en directo a las orquestas y los intérpretes de referencia tienen esencialmente el mismo perfil, y es un perfil perfectamente ajustado al ideario que la música clásica ha ido creando y cultivando durante generaciones.

Por ello es importante preguntarse qué buscan aquellas iniciativas (y son muchas, en los últimos tiempos, en el mundo de la música clásica) que se plantean buscar alternativas a todo esto. Iniciativas muy diversas entre sí, en el fondo y en la forma, en las que se encuentran variamente entremezclados (aunque por lo general no simultáneamente) al menos tres diferentes procesos:

– experimentos entorno a la recepción, principalmente levados a cabo proponiendo en un espacio no convencional un producto sonoro en sí mismo convencional (en el sentido literal de la palabra: en el sentido de que se ajusta a las convenciones interpretativas propias de la música clásica)

– experimentos en torno a la interpretación, tocando de un modo nuevo el repertorio de siempre y en los entornos habituales de la música clásica

– experimentos en torno al propio repertorio, ya sea por parte de aquelloscompositores que optan por incluir sonoridades no convencionales para la música clásica en obras que aun así puedan considerarse obas “clásicas”, ya sea por parte de intérpretes que deciden interpretar obras que, por un motivo u otro, supongan una verdadera alternativa al repertorio convencional.

Experimentos de este tipo tienen, por supuesto, muchas implicaciones y se prestan a muchas lecturas. Esta clasificación, por ejemplo, tiene sentido si la miramos desde la perspectiva del oyente; si los pensamos desde la óptica de sus protagonistas, aún más importantes pueden resultar los procesos que conducen a esos resultados: procesos que pueden tener que ver con el manejo de la tecnología, con las competencias en los terrenos de la improvisación y la composición, con el conocimiento de otros lenguajes y otros sistemas musicales, con la investigación musicológica, con las capacidades de comunicación oral

En este momento, son muchos los intérpretes que están recorriendo estos caminos alternativos: algunos conocidos, otros –la mayoría− no. Desde este año existe incluso un foro específico pensado como escaparate y espacio de intercambio, Classical:NEXT (www.classicalnext.com), una feria internacional a mitad de camino entre lo académico y lo comercial que en su primera edición, en el pasado mes de junio, tuvo un éxito extraordinario. Y desde hace un tiempo el sello clásico por excelencia, Deutsche Grammophon, ha impulsado un proyecto internacional orientado en esta misma dirección, que en Musikeon conocemos bien: Yellow Lounge.

Los conciertos y las sesiones presentadas bajo esta última etiqueta demuestran cuántas preguntas siguen abiertas, y cuán delgada sea la línea roja que divide las tres categorías antes mencionadas. ¿Se trata simplemente de llevar esa música allá donde no ha llegado, para que otros públicos tengan acceso a aquello que los aficionados habituales buscan en sus butacas de abono y en las salas convencionales? ¿O esos nuevos espacios necesitan de nuevas formas de interpretar y de una nueva música a partir del repertorio de siempre? Y si esos espacios están diseñados para otras formas de ocio y fruición de la música, ¿qué público se quiere que acuda? ¿Con qué expectativas?

Yellow Lounge es una iniciativa extraña, que no acaba de dejar satisfecho a nadie y a la vez despierta la curiosidad de muchos. El artista no cobra porque estos conciertos supuestamente sirven para dar a conocer al artista. En realidad son sobre todo un intento de ver por dónde se puede reinventar la música clásica. Y, al menos de momento, es un intento a ciegas, tanto que bajo la misma etiqueta caen propuestas que poco o nada tienen en común, desde las reinvenciones vivaldianas de Max Richter hasta Hélène Grimaud o Janine Jansen tocado como siempre la música de siempre (pero a las 12 de la noche y en un local alternativo, para un público sentado en el suelo alrededor de su piano con su copa en mano). 

Que todo esto esté todavía en un estadio de puro tanteo lo demuestran situaciones como la vivida recientemente en Matadero, en Madrid, en la presentación en España del proyecto, con Francesco Tristano como protagonista. Y las muchas peculiaridades de Yellow Lounge quedaban muy bien reflejadas en un artículo publicado entonces por Rodrigo Carrizo en El País (18 de octubre de 2012), “La música clásica escapa de su corsé”, un texto tan interesante por lo que decía como por todo lo que podía leerse entre líneas.

Yellow Lounge surge de una casa discográfica que de la música clásica es emblema desde hace generaciones. Y es significativo que precisamente del sello amarillo llegue una iniciativa a gran escala para buscar alternativas al producto. Lo que sorprenden, sin embargo, son las consignas que revolotean en torno a este proyecto, que integran una dimensión estrictamente generacional (el deseo de “acercar la música clásica a los jóvenes”, lo que, dicho así, suena a iniciativa educativa, mientras que se trata de una empresa en busca de un nuevo mercado); otra vertiente que cabría definir como “sociológica”, es decir la voluntad de encontrar un público más allá de las “élites” supuestamente relacionadas con las salas actuales (una afirmación en sí misma bastante discutible: más “elitistas” son ciertas salas de fiesta o clubes deportivos, y una entrada de concierto vale de media menos que presenciar un partido de fútbol);una faceta “corporal”, de extremo interés (la búsqueda de espacios que le permitan al público moverse y/o hablar y/o bailar y/obeber y/o comer algo y/u otras de las muchas cosas que el formato tradicional del concierto clásico tiende a descartar); y, por último, el explícito interés en proyectar una sensación de modernidad y cercanía (importante para la popularidad del artista pero aún más para la imagen de la propia casa discográfica; no es casual que Felix Mesenburg, entrevistado en ese mismo artículo, admitiera: “No vemos un gran subidón de venta de CD […], pero en términos de relaciones públicas estos conciertos son de un valor inestimable”).

Como puede verse, la dimensión estética de la iniciativa no está en el centro del debate: el “cómo suena” esa música parece importar poco. En el centro del debate está la conquista de nuevos espacios, y la voluntad de aproximarse a ese conjunto de consignas (juventud, modernidad, desenfado, supuesta ausencia de demarcación social) que se asocian a esa música. No hemos de olvidar, sin embargo, que el ritual del concierto clásico tal como lo hemos conocido hasta ahora nació en simbiosis con esas mismas salas.

No es cierto que “seguimos haciendo lo mismo, en términos de repertorio y de formato de conciertos, que hace 200 años”, como afirmaba David Greilsammer, ingenioso músico israelí, en el citado artículo de El País: el formato ha cambiado, y mucho. Ha cambiado menos en el mundo de la ópera; en la música instrumental, en cambio, la propuesta escénica y la actitud del público se han transformado sin parar durante el siglo XIX y sólo con la llegada del siglo XX esta transformación se ha ido ralentizando, perdiendo el contacto con la paralela transformación –que sí ha seguido sin parar− en las costumbres diarias de la gente que llena esas salas, con su forma de relacionarse, con su forma de moverse. Y precisamente en el siglo XX fueron construidas la inmensa mayoría de salas en las que se escucha esa música de esa manera.

 

Ese formato de concierto, esa actitud corporal del público y esas salas tienen una coherencia y un valor. El formato puede fascinarnos o no; y es posible que se acerque el momento en que ya no quede una masa crítica de público suficiente como para justificar su supervivencia. Pero la música clásica tal como la hemos concebido hasta ahora ha surgido en simbiosis con esa realidad. Ese formato y esas salas son monumentos a una cierta manera de entender la música clásica: una idea que no se afianzó hasta el siglo XX, y que hemos querido aplicar a un repertorio anterior para el cual esa música no había nacido. Bach, Mozart y Beethoven escribieron para públicos ruidosos que entraban y salían de la sala, y sólo excepcionalmente –si lo que sucedía en el escenario era efectivamente capaz de atraer su máxima atención− permanecían inmóviles y en silencio durante algunos interminables minutos. Wagner fue el primero que sistemáticamente persiguió un diferente comportamiento del público, y para ello construyó en Bayreuth un teatro totalmente nuevo, tal impensable era conseguir eso mismo en otros lugares. Y no es casual que Wagner fue también de los primeros pensadores que proclamaron la superioridad de esa forma de vivir la música frente a otras, más “populares”, más “vulgares”.

Por ello, cuando nos planteamos encontrar nuevos formatos para la música clásica es tan lógico pensar en los espacios. Pero no sólo porque en esos otros espacios suela ir un público más joven, sino porque son sitios que permiten otros experimentos, otras propuestas interpretativas. La coherencia que existe entre el silencio inmóvil del público de la Berliner Philharmonie y la música que allí suena, deja inmediatamente de existir en el momento en que ese mismo artista presenta su música en un espacio totalmente nuevo para la música clásica: todo está por hacer, y no sólo de su parte, sino de parte de un público que ya no tiene coordinadas de referencia de ninguna clase. Es, a todos los efectos, un experimento. Con todos los riesgos que esto supone. El peligro de que todo se reduzca a una anécdota sin consistencia, a una simple curiosidad de un día, es altísimo. Pero por supuesto habrá valido la pena, si se en medio de todo este movimiento de ideas surgen algunas que sí pueden ser caminos de futuro.

De ahí, en mi opinión, el interés de lo que está haciendo Francesco Tristano, y no sólo en los conciertos de Yellow Lounge sino en toda su agenda, que se mueve de un modo transversal entre salas que proceden de formas de vivir la música tan diferentes. Una transversalidad que no se limita a la yuxtaposición de repertorios diversos: la amplificación, la manipulación electrónica del sonido, la presencia de loops obsesivos se insinúan en obras del pasado; procesos compositivos e interpretativos ligados a la tradición clásica impregnan un techno que se vuelve por momentos imposible de etiquetar. Un experimento doblemente arriesgado porque parte de la interacción entre la música clásica y la que fue desde siempre su peor obsesión: la popular music, música rabiosamente urbana, música que nace en simbiosis con todo lo que está en las antípodas del ideario tradicional de la música clásica, ya sea la sensualidad del baile, lainteracción con el público, la idea de una obra abierta y la ruptura de la dualidad compositor/intérprete, la tecnología como presencia explícita a la hora de la producción del sonido.

¿Existen unos “espacios” para todo esto? No, de entrada porque se trata en sí mismo de un experimento que no se inserta en ninguna tradición conocida. Cuando una propuesta de este tipo tiene lugar en una sala de concierto habitual para la música clásica, consigues silencio e inmovilidad por parte de un público por lo general desconcertado y sorprendido que hasta el final no sabes bien si está disfrutando de lo que oye o no. Y cuando se buscan clubes y otros espacios alternativos, se suele conseguir justo lo contrario, especialmente si ha habido promoción previa y se da cita allí un público deseoso de presenciar un evento o tener copas gratis, más que interesado en la música que oye.

El resultado es que, tanto en un caso como en el otro, incluso quienes aman tanto la música clásica como la electrónica de baile pueden quedar totalmente fascinados o acabar con una sensación de ciertodesconcierto. O ambas cosas a la vez. Algo que, en ocasiones, puede ser convertirse en sí mismo en un objetivo a perseguir. Tal vez no sea casualidad, de hecho, que este término, “Desconcierto”, fuera el elegido por David Ortolà eligió en el lejano 1999 para sus pioneros conciertos marcados por la intersección entre música clásica y música electrónica. David es el artista español más próximo a la estética y la experiencia artística de Francesco Tristano, y aquel temprano juego de palabras fue el punto de partida de una trayectoria todavía en pleno ascenso, en la que una visión crítica del pasado reciente de la música clásica ha desembocado en iniciativas que no han tenido problemas en generar cierto des-concierto.

“(Des)concierto” es también el título del excelente artículo de Poliedro Magazine queMarta San Vicente ha dedicado a la presentación en Madrid de Francesco Tristano en el marco de Yellow Lounge, el pasado 19 de octubre de 2012. Un concierto especialmente representativo de los problemas que suelen estar asociados a estas iniciativas, en particular cuando tienen lugar en una sala cuyo público nunca ha presenciado algo así. La ingeniosa reseña de Marta San Vicente (una oyente privilegiada, aunque sólo sea por el hecho de pertenecer al reducido grupo de los amantes de la música clásica que también conocen de cerca la electrónica de baile) mostró bien cuánto camino queda por recorrer y cuántos cabos quedan por atarhasta conseguir que iniciativas como ésta no se acaben por ver como un experimento a medias: un experimento que en lo estrictamente sonoro, en el caso de Francesco Tristano, ha alcanzado ya un nivel de enorme sofisticación, pero que choca con una realidad musical que funciona todavía con expectativas y categorías ligadas a otras tradiciones.

Para empezar está el marketing: la voluntad de presentar conciertos como ése como un evento “revolucionario”, etiqueta que Deutsche Grammophon aplica encantada, sin que de la boca de Francesco Tristano hayan salido nunca intenciones de este tipo. Pero es lógico que incluso Marta San Vicente −a la que considero una oyente cultivada y abierta, por mucho que no comparta algunos importantes aspectos de su aproximación a la música− acabara por atribuir al propio Francesco Tristano estas intenciones, y valorar el concierto en función de las expectativas creadas por tan rimbombante titular.

Por otro lado, el silencio: ese silencio que tanto faltó en Matadero (el propio Francesco Tristano me lo comentó personalmente como un verdadero problema de esa velada), y que efectivamente, cuando se produce, permite un nivel de concentración impensable si el entorno es tan ruidoso como lo fue ese día el concierto de Madrid. Pero, de nuevo, queda por ver si el silencio ha de ser una condición necesaria, o una sola de las posibles formas que el público tiene de manifestar su actitud ante lo que escucha. 

Personalmente, me resulta tan violento un ruido que me impide escuchar lo que deseo escuchar como el silencio casi inexplicable que pervade un concierto como el que el propio Francesco propuso pocos días después en el Festival de Jazz de Barcelona, o el que a veces se observa cuando el jazz, el flamenco y tantas otras músicas se escuchan en un contexto que lleva el público a no saber bien cómo actuar. Si no existe un código de comportamiento definido previamente y aceptado implícitamente por todos, el público no sabe a qué atenerse, y el resultado difícilmente resulta satisfactorio.

En Madrid el ruido y las interferencias conceptuales creadas por toda la situación debieron resultar especialmente ensordecedoras, si una oyente como Marta San Vicente llegó a sentir que “las voces interiores de Francesco Tristano […] necesitan hablar más alto antes de que tanta iniciativa moderna las amordace”. Y es tal vez aún más significativo que, al llegar a la inevitable comparación con Glenn Gould, en el mismo artículo se afirme que Francesco Tristano “ha adoptado e interiorizado el lenguaje barroco por un lado, y ha exteriorizado el lenguaje y actitud de la música electrónica por otro”, mientras que Glenn Gould, cuando interpreta Bach, “tiene un lenguaje propio para expresarse, tanto interno como externo”. Podríamos discutir durante páginas acerca de qué puede entenderse aquí por “lenguaje barroco”, especialmente a la hora de contraponerlo con la idea de un “lenguaje propio”, pero esto nos desviaría del núcleo de nuestro texto, que por otra parte no quiere ser una reseña de la reseña de Marta San Vicente. Su artículo me ha parecido, sin embargo, una interesantísima lectura (y, de hecho, fue el detonante que me llevó a escribir todo este tríptico) porque muestra con cierta fidelidad las dudas que despiertan, en muchos oyentes inteligentes y sensibles, las propuestas de Francesco Tristano. Una perplejidad, un desconcierto que llega a dificultar incluso la capacidad de escuchar lo que las convierte en un fenómeno sin precedente en la historia de la interpretación.

Hablando personalmente con Francesco de su primer disco para Deutsche Grammophon, hace unos meses, él mismo mostraba su perplejidad ante la recepción de aquel bachCage. Un disco producido por un gurú de la electrónica como Moritz von Oswald, en el que ambos se volcaron en un trabajo de reelaboración del sonido extraordinariamente intenso, con procesos de compresión que nunca se habían visto en un disco de música clásica. Interpretación y producción están allí tan integradas como para crear un producto radicalmente nuevo, desde la primera a la última nota, a través de una manipulación del sonido que evidencia disonancias, crea inesperadas resonancias en las conclusiones de algunas obras, rediseña la idea de “piano preparado” y multiplica al infinito los recursos antaño reservados al uso de los pedales. Pero si uno lee las reseñas que el disco recibió, parece que lo único que gran parte del público y de los críticos fueron capaces de oír fueron las reverberaciones del último Minueto, una bella recreación en el que ese trabajo de producción alcanza proporciones estructurales ya muy explícitas. Francesco me preguntaba (se preguntaba, en realidad): “¿De verdad todo lo demás no lo oyen?” Y me temo que la respuesta, la respuesta real, la única posible, sea: no.

Una realidad que se entrecruza con esa “escucha atenta» que reclamaba con razón Marta San Vicente. No basta con el silencio, ni con la concentración: si realmente la música clásica necesita de una escucha atenta, esa escucha se vuelve doblemente fascinante, cuando es Francesco Tristano quien la interpreta. Pero una vez asumido que “clásicas” no son las obras, sino la tradición que nos lleva a tocarlas y escucharlas de una determinada manera, un posible futuro para ese repertorio podría ser precisamente reimaginar categorías y expectativas, y en ese sentido esos mismos conciertos y esos mismos discos de Francesco Tristano sacuden las fronteras mismas de lo que hasta ahora hemos definido como “música clásica”, o “académica”, o “erudita”, o lo que sea.

Lo hacen, eso sí, moviéndose al mismo tiempo en muchos frentes. Y eso es parte del problema al que se enfrenta el público. Puede que muchos estén dispuestos a poner en juego el concepto tradicional de música clásica (no sólo algunos aspectos de la práctica, por tanto, sino el conjunto de la categoría), pero es evidente que resulta difícil seguir a un artista que es capaz de interpretar en la misma semana la misma obra en tres salas diferentes, con tres tipos de amplificación ymanipulación sonora diferente, con interacciones por parte del público diferentes, y que si luego te compras el disco en el que aparece él tocando esa misma obra, lo que escuchas es otra cosa todavía, a menudo totalmente diferente: su Frescobaldi escuchado recientemente en los ENSEMS de Valencia, por ejemplo, fue revelador, pero sucede lo mismo con sus Cage y sus Bach, y empieza a suceder lo mismo con Buxtehude, además que con sus propias obras más “clásicas” (sucede también lo mismo con los temas de su Idiosinkrasia y de esa obra maestra que esPop Art, pero allí estamos más lejos de la música erudita, y suelen surgir menos suspicacias).

Para gran parte de lo que hace Francesco en concierto no hay etiquetasno hay escalas de valoresno hay códigos de comportamiento definidos previamente. Y no es casual que estos últimos (empezando por las conductas corporales) acaben pormimetizarse con el espacio arquitectónico, más que con las características de las músicas por las que va transitando su piano: te mueves, bebes y hablas, si lo escuchas en una discoteca; te callas y permaneces inmóvil (tal vez moviendo suavemente un pie, oscilando ligeramente la cabeza, pero poco más) si estás sentado en la butaca de un auditorio.

Esos “lugares” de la música acaban convertidos así en baluartes de aquellas fronteras en nombre de las cuales han sido construidos y/o ha sido organizado su espacio interno. Justo mientras Francesco Tristano, desde el escenario, nos habla de otros mapas, jugando con esas fronteras con la velocidad de un acróbata. Compás tras compás, concierto tras concierto, disco tras disco. Francesco Tristano está en proceso continuo, y va muy rápido. Sólo queda por ver si existe un público dispuesto a seguirle, y de ese público hablaré en el siguiente post. Si queremos un futuro para la música que amamos, debemos esperar que haya público para ella, un público que disfruta de ella y la desea en su vida.

Lo que creo, especialmente tras escuchar, durante este último año, a Francesco Tristano en tantas situaciones diferentes, es que una parte significativa de sus oyentes intuyen que ante él, más que ante cualquier músico anterior, lo que se está tambaleando no son las prácticas, sino el concepto mismo de música clásica. La apuesta que da coherencia a su música no está en reinventar la definición ni en desplazar la frontera: está en renunciar a ella. Y las fronteras, no nos engañemos, dan seguridad. Mientras no te moleste que estén donde están, por supuesto. Pueden ser incómodas, a menudo limitan nuestro movimiento, pero definen un terreno, y sobre todo dejan claro quién está fuera.

Te dicen donde está el otro. Alessandro Baricco dedicó un libro entero a esta idea (Los bárbaros, trad. esp. de Xavier González Rovira, Anagrama, 2008), un libro extraordinario que destaca cuántos aspectos de nuestra realidad contemporánea están relacionados con esa percepción de que, tras las fronteras conocidas (fronteras de todo tipo, y por supuesto no sólo políticas y geográficas), se esconden unos “bárbaros” que sencillamente son quienes nos muestran que existen otras formas de pensar y de vivir. La desconfianza ante esos “bárbaros” es lo que más refuerza el convencimiento de que existe la frontera. Y cuando las fronteras son de tipo cultural, depende únicamente de nosotros asumirlas como nuestras o no. Decidir si cruzarlas o no. Decidir si las queremos en nuestra vida o si queremos contribuir a desplazarlas en una u otra dirección. O si directamente queremos renunciar a pensar el mundo en función de ellas.

En música, como en la vida política y social, estamos rodeados de fronteras. Al hablar de música “clásica” (no menos que al hablar de house o de flamenco rock), ya estamos erigiendo una frontera. Y aunque sea hoy políticamente correcto hacer apología del mestizaje y sigan circulando consignas de tipo “la música es una” o el inaguantable “la música es un lenguaje universal”, el caso es que esas etiquetas y las fronteras que erigen definen un mapa que a muchos les hace sentir cómodos. De hecho, quieres cambiar algo sólo cuando eso ya no te gusta. Algo que en el caso de la música clásica es más cierto que nunca. ¿Qué es lo que nos gusta y qué es lo que no, en ella? ¿Nos gusta como suena hoy en día? ¿Nos gusta escucharla allí donde se suele programar? Si es así, difícilmente la apuesta de Francesco Tristano nos parecerá más que una extravagante alternativa, probablemente poco convincente. Pero algunos creemos que hay algo que no funciona, en lo que hacemos hoy con esa música. Y al mismo tiempo la amamos, desde lo más profundo de nuestro ser. Lo que no quiere decir necesariamente que tengamos muy claro cómo podría sonar en el futuro, ni donde, ni en el marco de qué procesos de interacción entre los músicos y su público. Pero existen ideas, propuestas, caminos que se intuyen en el ambiente. Entrar en una sala en la que toca Francesco Tristano supone encontrarse con muchos de ellos, extrañamente entrecruzados. No tienen por qué gustarte todos. Pero ése es presente que acontece, y es un presente orientado hacia algo que hoy todavía no tiene nombre.

Nota: este post es el segundo de una serie de tres. El primero, «Francesco Tristano y el pasado de la música», fue publicado el domingo 16 de diciembre de 2012. El tercero se publicará próximamente en este mismo blog.

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Escrito por Luca Chiantore (copyleft diciembre 2012)

 

Este va a ser un post en primera persona. Y no va a ser un post al uso, sino un texto diferente de lo normal; quién sabe si algún día no acaba en uno de mis libros. El caso es que va a ser largo. Ya lo sé, antes de empezar. De hecho, no va a ser un único post: tendrá tres partes que publicaré como posts separados, dedicados los tres a Francesco Tristano. Pero quieren ser sobre todo una reflexión sobre el estado actual de la que en Europa solemos definir “música clásica”, y que en otros lugares del mundo hispanohablante se identifica más con términos como “académica”, “erudita”, “culta” o “de concierto”. No hablaremos de definiciones, de modo que me quedo con “clásica” y todos sabréis a qué me refiero. Así que… adelante con estos tres posts: me lo digo a mi mismo, y lo digo a los valientes dispuestos a leerlos. Aquí va el primero, que habla del pasado: del pasado de esa música que, en un pasado no tan lejano, se empezó a considerar «clásica».

Escuché por primera vez a Francesco Tristano en enero de 2008. Entonces no conocía sus discos, pero me había hablado mucho de él Mireia Vendrell, joven pianista cuyos criterios estéticos conocía perfectamente, y que me había descrito su actividad en términos que no dejaban lugar a dudas: ese concierto no me lo podía perder.

Aquel concierto no lo olvidaré nunca: fue de aquellos que te cambian por dentro, que te descubren de golpe mundos que no sabías que existían. Y quise entonces poner por escrito algunas reflexiones, que publiqué en la web de Musikeon el 24 de enero de 2008. Hoy leo esas líneas con cierta ternura, porque de allí arrancaron muchas de las reflexiones y de las iniciativas que me han acompañado desde entonces. Y me sorprende comprobar que, a pesar de las tantas cosas que han cambiado en mi actividad en estos cinco años, la mirada panorámica que ocupaba los primeros párrafos de aquel texto la sigo suscribiendo palabra por palabra. Se trataba de una reflexión a vista de pájaro sobre la actividad del intérprete clásico, una reflexión que sigo considerando indispensable para comprender la originalidad de la aportación de Francesco Tristano. Aquí está, íntegro, para el que quiera leerlo.

 

Como es conocido, la ejecución del repertorio clásico es hoy muy distinta de la que se dio en el pasado. No es fácil sintetizar en pocas frases en qué consiste la actividad del intérprete actual, sobre todo si no queremos entrar en tecnicismos, y sin embargo no es difícil localizar cuatro puntos esenciales:

1) La separación entre las figuras del intérprete y del compositor.

2) La ausencia prácticamente total de la improvisación.

3) El distanciamiento entre la “clásica” y otras tradiciones musicales.

4) Un repertorio limitado a unos pocos autores, todos ellos del pasado.

De tanto en tanto, algunos intérpretes intentan poner en discusión algunas de estas realidades. Entre los pianistas, por ejemplo, Daniel Barenboim se ha aproximado a otras tradiciones (el tango, la música brasileña, el swing de Duke Ellington); Fazil Say es pianista, improvisador y compositor, como lo fueron tantos intérpretes del siglo XIX; Maurizio Pollini ha tocado mucha música de autores todavía vivos y Vladimir Ashkenazi ha encargado y grabado el 3r Concierto de Rautavaara. Pero éstas no son más que excepciones, y excepciones que prácticamente nunca se dan juntas.

 

Esta semana, en cambio, ha tocado en Barcelona Francesco Tristano Schlimé, un joven pianista luxemburgués que estas cuatro categorías las subvierte, y las subvierte todas. Todas, y a la vez. Francesco Tristano es intérprete y compositor; es un óptimo improvisador; utiliza lenguajes —tanto en sus obras como al interpretar las obras de otros autores— que rezuman experiencias propias de otras tradiciones musicales; e interpreta con insólita frecuencia obras del presente, a menudo compuestas en estos últimos años. En su fraseo laten experiencias desconocidas a la inmensa mayoría de intérpretes clásicos: una intensa actividad jazzística, la improvisación colectiva junto a músicos de tantas formaciones distintas y sobre todo la música electrónica, que tanto poso ha dejado en su estilo interpretativo incluso cuando toca Haydn o Bach.

Si hay un canon interpretativo que la tradición nos ha transmitido, cualquier concierto de Francesco Tristano Schlimé es una ocasión para comprobar que sí es posible renunciar a él. Performances insólitas, las suyas, y sin embargo insólitas tan sólo en lo estrictamente sonoro, ya que el formato, al menos las salas convencionales, es el de siempre. Otra cosa es lo que él mismo hace otros espacios. En una discoteca, por ejemplo, porque Francesco Tristano ha colaborado con DJs de primera magnitud en sesiones sorprendentes de las que Internet empieza a estar plagada. Curioso mundo, el de la música clásica actual…

 

Este último párrafo, en particular, me ha vuelto repetidamente a la mente en estas últimas semanas, tras leer varios textos, de distinta índole, publicados a raíz de sus recientes apariciones en España y tras la publicación de sus últimos discos: no sólo el último, Long Walk (2012), sino también el anterior, bachCage (2011) y el formidable Idiosinkrasia (2010), cuya publicación ha pasado totalmente desapercibida en el mundo de la música clásica, pero que incluye gran parte de las propuestas sonoras que han dejado descolocada una parte significativa del público de sus últimos conciertos, especialmente en contextos más o menos directamente relacionados con el concepto de “música clásica”.

Francesco Tristano toca a menudo obras escritas hace cientos de años. Obras de autores conocidos –Bach, en particular− y también de autores que no gozan de una tradición interpretativa igualmente sólida entre los pianistas, como FrescobaldiGibbons o, más recientemente, Buxtehude. Y las toca teniendo como punto de partida un instrumento, el piano, que también es un instrumento que procede de un pasado lejano, aunque no tanto como esas obras: un pasado que lo ha dejado tal como hoy lo conocemos –tras una larga y apasionante historia llena de sorpresas− hace ya más de un siglo. Pero en su cabeza y entre sus dedos viajan estéticas que no son las que solemos asociar a este instrumento ni a estos autores.

De entrada, porque esa música hoy se suele escuchar principalmente con instrumentos históricos, lo que quiere decir también en el marco de una estética interpretativa que ya goza de una sólida tradición y que influye profundamente también en los intérpretes que ese mismo repertorio lo tocan con instrumentos modernos. No hay duda: ese Bach, ese Buxtehude, no suenan como suele sonar hoy la música antigua con instrumentos históricos, y no sólo porque lo que allí tenemos es un piano, y no un clave: Francesco Tristano, por ejemplo, no utiliza prácticamente ningún efecto agógico, ese sutil énfasis expresivo dato a ciertas notas alargando ligeramente su duración que se ha vuelto tan típico de la interpretación de la música de los siglos XVII y XVIII, ni tampoco adopta algunas de las convenciones rítmicas que se han ido popularizando con el tiempo incluso entre los pianistas, como la conversión de los puntillos en dobles puntillos (la Ciaccona en mi menor de Buxtehude, track 4 de su último disco, es ejemplar, en este sentido).

 

Por otra parte (y esto es mucho más interesante), el mundo sonoro de Francesco Tristano no se ajusta a los códigos avalados por la historia de la interpretación pianística de estas últimas generaciones, y no sólo porque la historia reciente de la interpretación esté hecha de intérpretes que siguen centrados en el repertorio que identificamos con los problemáticos conceptos de “Clasicismo” y “Romanticismo”:

  • No hallamos en él nada que nos recuerde las apacibles y relajantes sonoridades estilo New Age que sustentan el éxito de otros pianistas;
  • Nada de grandes líneas inspiradas en el modelo wagneriano y marcadas por esa tendencia a la continuidad que se suele identificar con la idea de dar “dirección” al discurso;
  • Nada de ese hedonismo tímbrico –indudablemente sincero, en muchos intérpretes− que lleva recrearse en los cambios repentinos de sonoridad y los efectos de pedal;
  • Nada de grandes contrastes de intensidad, con ese uso de la dinámica entendida como parámetro principal de cualquier cosa que tenga que ver con el concepto de “expresión”.

Otros intérpretes de la joven generación renuncian, consciente o inconscientemente, a algunos de estos criterios, pero no conozco a ninguno que renuncie a los cuatro al mismo tiempo. Sólo ha existido un intérprete que sí lo hizo, y es un intérprete del pasado pero todavía muy presente en la memoria colectiva y en las listas de reproducción de muchos: Glenn Gould. Y es por ello que la comparación con Glenn Gould se vuelve tan frecuente al hablar de Francesco Tristano.

Es una comparación legítima, no cabe duda. Pero que exige cierto conocimiento si no queremos caer en banalizaciones que resten legitimidad a cualquier discurso. Cuando leo u oigo comentarios que quieren evidenciar supuestas similitudes entre ambos (sobre todo cuando delatan el intento de presentar a Francesco Tristano como una especie de imitador, de “seguidor” de Gould), no puedo evitar de pensar en otra identificación igualmente insostenible, pero que era muy frecuente hace unos años en el mundo del piano: la que asociaba a Brad Mehldau con Bill Evans

Y te preguntas: ¿qué tenían en común? El tocar frecuentemente en trío, eso sí, y el tratar a menudo con especial delicadeza el piano. Quizás también el hecho de no descartar el uso puntual de ciertos temas procedentes de la música popular más reciente, aunque esto era común a muchos otros, y ciertos gestos corporales que llegaban a veces a curiosas analogías visuales. Pero nada más. Fin. Fin de las semejanzas. 

A partir de ahí, sólo encuentras diferencias. Y sondiferencias de bulto. La mano izquierda de Bill Evans, por ejemplo, se limitaba a menudo a un simple relleno armónico y a algún contratiempo sin especial relevancia, mientras que la mano izquierda de Mehldau es la mano izquierda más alucinante que yo haya visto jamás en vivo a ningún pianista, con una riqueza de combinaciones que deja literalmente boquiabiertos. El contrabajo, en el trío de Bill Evans, era la base armónica de todo el conjunto, mientras Mehldau busca en el contrabajo una línea independiente que interactúe con el piano en igualdad de condiciones. Y lo mismo puede decirse de la batería. Totalmente diferente es, además, la forma en la que ambos han concebido sus interpretaciones a solo, y también lo es la relación entre la interpretación, la composición y la improvisación.

Algo similar, muy similar, sucede con Francesco Tristano y Glenn Gould. Hay algunas significativas analogías en el repertorio(relativas, de todos modos), causadas en realidad únicamente por un común recelo hacia la gran tradición romántica. De ahí en adelante, sólo hay diferencias. De entrada porque Glenn Gould –que con hábil estrategia comercial, CBS primero y Sony después, se han encargado de vender al mundo como un incomprendido revolucionario que se adelantaba a su tiempo− era, en realidad, un formalista: alguien convencido de que la música (el sentido de la música, su naturaleza última) residía en el entramado de alturas e intervalos fijado para siempre gracias al pentagrama. Una idea no tan distante de las que profesaban en esos años personajes tan distintos como StravinskyAdorno o Arrau, y que sostiene todavía las interpretaciones de un Pollini o de un Zimerman.

FTGouldEscritos

Como Arrau y como Pollini, y a diferencia de Francesco Tristano, Gould no improvisaba ni componía –más allá de algunas puntuales iniciativas que siguen siendo anécdotas para iniciados, en el mare magnum de su legado−, y cuando se situaba ante una partitura ajena su interpretación procuraba presentarse como una forma de convertir en sonido su lógica interna. Es cierto que esto último Gould lo hacía de un modo no siempre convencional, porque no convencional era su forma de mirar al repertorio, en particular desactivando todo aquello que la teoría musical y la historia de la interpretación había construido alrededor de la idea de “armonía” y de tensión armónica. Para Gould la armonía era un espejismo, una forma infantil y engañosa de mirar a lo único que realmente existía: líneas en movimiento que al superponerse coincidían puntualmente dando forma a acordes. Y allí Gould sí era un revolucionario, porque eso era un pensamiento nuevo. Pero que no salía del paradigma del que se nutría, un paradigma en el que la música no es comunicación, sino juego combinatorio cuya complejidad es proporcional a su grado de interés y cuya naturaleza última se plasma en una partitura. Todo, en Glenn Gould, nace de este convencimiento, perfectamente reflejado en sus escritos:

  • su desinterés por la improvisación, por las músicas de otras culturas, por el jazz, por la música popular, por la propia música contemporánea norteamericana de esos años (Gould tuvo al alcance de su mano a Cowell, a Cage, a Rzewski, y en los últimos años incluso a Glass y a Reich, pero nunca mostró interés por ellos).
  • su renuncia casi “militante” a que el timbre pudiera convertirse en un parámetro interpretativo (Gould buscaba un sonido –y sus discos tienen ese sonido−, para evidenciar mejor el entramado contrapuntístico y exteriorizar, de paso, el alejamiento de la estética romántica; pero a partir de allí todo procedía con la mayor uniformidad posible).
  • su identificarse en el papel de intérprete de obras ajenas, asumiendo la drástica separación entre composición e interpretación que se hizo tan honda precisamente a mediados del siglo XX.

Por muy fuerte que se nos presente la personalidad de Glenn Gould, su rol es el de alguien que asume implícitamente la superioridad del compositor, incluso en aquellos momentos en que más se aleja de la tradición (como en ciertas versiones mozartianas). El suyo no es un diálogo entre iguales, sino la relación jerárquica entre un compositor que crea la obra –entendida como objeto acabado y finito− y un intérprete que se encarga de entenderla y darla a conocer convertida en sonido. Dos momentos epistemológicamente contrapuestos.

Todo ello no le ha impedido a Francesco Tristano profesar, una y otra vez, una sincera admiración por Gould. ¿Y quién no la tiene? Pero gran parte de lo que él hace es justo lo contrario de lo que hacía Gould. Ahí está la colaboración con los compositorescontemporáneos, su interés por la improvisación, su doble vertiente de compositor e intérprete entendida también como constante transvase de experiencias. Y luego la fascinación por la música popular, no entendida como un camino lateral o una puntual concesión al gusto de las masas, sino como una parte fundamental de la cultura de nuestro tiempo. Y, por supuesto, la experimentación tímbrica, realizada no sólo a través de una técnica riquísima en lo que a tipos de ataque se refiere, sino mediante la manipulación electrónica del sonido, y a través de estudiadísimas técnicas de grabación y producción que, entre otras cosas, han convertido sus dos últimos discos, para Deutsche Grammophon, en los discos tecnológicamente más elaborados de la historia de la música clásica.

Llegados a este punto, te preguntas: ¿qué estarán oyendo, los que todavía se obstinan a ver en Francesco Tristano un imitador de Glenn Gould? Me lo pregunto con sincera curiosidad, porque yo veo diferencias colosales que, evidentemente, no son tan obvias. Serán las escuchas en mp3, las audiciones con auriculares en entornos ruidosos, no sé. Pero el caso es que he oído a muchos hacer esta comparación, incluso músicos que admiro profundamente, y creo que es una significativa señal de una realidad más global, en la que lo que hoy conocemos como “música clásica” se juega mucho de su futuro. No se trata sólo de apreciar con más detalle la propuesta de Francesco Tristano: esto puede ser un reto coyuntural y tal vez muy poco trascendente para cada uno de nosotros. De lo que sí vamos necesitados, en el mundo actual, es decomprender lo que la historia nos ha dejado en herencia: sentir que lo que tenemos detrás de nosotros es una verdadera historiaun sucederse de estéticas y de prácticas marcadas no sólo por la personalidad de cada intérprete, sino por el contexto cultural en el que se insertaban sus propuestas. Y esto es válido para el pasado, y sigue siendo válido en la actualidad.

La música clásica es, en muchos sentidos, música del pasado: no sólo porque de ese pasado procede gran parte de su repertorio, sino porque se lleva a cuesta siglos de historia, de prácticas, de valores. Prácticas y valores que no son tanto aquellos que se asociaban a la obra en el momento de su creación, sino los que han proyectado sobre ella los músicos que la han ido interpretando a partir de ese momento, y los públicos que la han escuchado y sentido como parte de sus vidas. Comprender mejor esa historia una forma de entender el mundo del que procedemos nosotros. Y decidir cómo tocar ese repertorio –cómo tocarlo hoy− es decidir cómo queremos situarnos nosotros, hoy, con respecto a ese pasado.