Entradas

Escrito por Luca Chiantore (copyleft diciembre 2012)

 

Este va a ser un post en primera persona. Y no va a ser un post al uso, sino un texto diferente de lo normal; quién sabe si algún día no acaba en uno de mis libros. El caso es que va a ser largo. Ya lo sé, antes de empezar. De hecho, no va a ser un único post: tendrá tres partes que publicaré como posts separados, dedicados los tres a Francesco Tristano. Pero quieren ser sobre todo una reflexión sobre el estado actual de la que en Europa solemos definir “música clásica”, y que en otros lugares del mundo hispanohablante se identifica más con términos como “académica”, “erudita”, “culta” o “de concierto”. No hablaremos de definiciones, de modo que me quedo con “clásica” y todos sabréis a qué me refiero. Así que… adelante con estos tres posts: me lo digo a mi mismo, y lo digo a los valientes dispuestos a leerlos. Aquí va el primero, que habla del pasado: del pasado de esa música que, en un pasado no tan lejano, se empezó a considerar «clásica».

Escuché por primera vez a Francesco Tristano en enero de 2008. Entonces no conocía sus discos, pero me había hablado mucho de él Mireia Vendrell, joven pianista cuyos criterios estéticos conocía perfectamente, y que me había descrito su actividad en términos que no dejaban lugar a dudas: ese concierto no me lo podía perder.

Aquel concierto no lo olvidaré nunca: fue de aquellos que te cambian por dentro, que te descubren de golpe mundos que no sabías que existían. Y quise entonces poner por escrito algunas reflexiones, que publiqué en la web de Musikeon el 24 de enero de 2008. Hoy leo esas líneas con cierta ternura, porque de allí arrancaron muchas de las reflexiones y de las iniciativas que me han acompañado desde entonces. Y me sorprende comprobar que, a pesar de las tantas cosas que han cambiado en mi actividad en estos cinco años, la mirada panorámica que ocupaba los primeros párrafos de aquel texto la sigo suscribiendo palabra por palabra. Se trataba de una reflexión a vista de pájaro sobre la actividad del intérprete clásico, una reflexión que sigo considerando indispensable para comprender la originalidad de la aportación de Francesco Tristano. Aquí está, íntegro, para el que quiera leerlo.

 

Como es conocido, la ejecución del repertorio clásico es hoy muy distinta de la que se dio en el pasado. No es fácil sintetizar en pocas frases en qué consiste la actividad del intérprete actual, sobre todo si no queremos entrar en tecnicismos, y sin embargo no es difícil localizar cuatro puntos esenciales:

1) La separación entre las figuras del intérprete y del compositor.

2) La ausencia prácticamente total de la improvisación.

3) El distanciamiento entre la “clásica” y otras tradiciones musicales.

4) Un repertorio limitado a unos pocos autores, todos ellos del pasado.

De tanto en tanto, algunos intérpretes intentan poner en discusión algunas de estas realidades. Entre los pianistas, por ejemplo, Daniel Barenboim se ha aproximado a otras tradiciones (el tango, la música brasileña, el swing de Duke Ellington); Fazil Say es pianista, improvisador y compositor, como lo fueron tantos intérpretes del siglo XIX; Maurizio Pollini ha tocado mucha música de autores todavía vivos y Vladimir Ashkenazi ha encargado y grabado el 3r Concierto de Rautavaara. Pero éstas no son más que excepciones, y excepciones que prácticamente nunca se dan juntas.

 

Esta semana, en cambio, ha tocado en Barcelona Francesco Tristano Schlimé, un joven pianista luxemburgués que estas cuatro categorías las subvierte, y las subvierte todas. Todas, y a la vez. Francesco Tristano es intérprete y compositor; es un óptimo improvisador; utiliza lenguajes —tanto en sus obras como al interpretar las obras de otros autores— que rezuman experiencias propias de otras tradiciones musicales; e interpreta con insólita frecuencia obras del presente, a menudo compuestas en estos últimos años. En su fraseo laten experiencias desconocidas a la inmensa mayoría de intérpretes clásicos: una intensa actividad jazzística, la improvisación colectiva junto a músicos de tantas formaciones distintas y sobre todo la música electrónica, que tanto poso ha dejado en su estilo interpretativo incluso cuando toca Haydn o Bach.

Si hay un canon interpretativo que la tradición nos ha transmitido, cualquier concierto de Francesco Tristano Schlimé es una ocasión para comprobar que sí es posible renunciar a él. Performances insólitas, las suyas, y sin embargo insólitas tan sólo en lo estrictamente sonoro, ya que el formato, al menos las salas convencionales, es el de siempre. Otra cosa es lo que él mismo hace otros espacios. En una discoteca, por ejemplo, porque Francesco Tristano ha colaborado con DJs de primera magnitud en sesiones sorprendentes de las que Internet empieza a estar plagada. Curioso mundo, el de la música clásica actual…

 

Este último párrafo, en particular, me ha vuelto repetidamente a la mente en estas últimas semanas, tras leer varios textos, de distinta índole, publicados a raíz de sus recientes apariciones en España y tras la publicación de sus últimos discos: no sólo el último, Long Walk (2012), sino también el anterior, bachCage (2011) y el formidable Idiosinkrasia (2010), cuya publicación ha pasado totalmente desapercibida en el mundo de la música clásica, pero que incluye gran parte de las propuestas sonoras que han dejado descolocada una parte significativa del público de sus últimos conciertos, especialmente en contextos más o menos directamente relacionados con el concepto de “música clásica”.

Francesco Tristano toca a menudo obras escritas hace cientos de años. Obras de autores conocidos –Bach, en particular− y también de autores que no gozan de una tradición interpretativa igualmente sólida entre los pianistas, como FrescobaldiGibbons o, más recientemente, Buxtehude. Y las toca teniendo como punto de partida un instrumento, el piano, que también es un instrumento que procede de un pasado lejano, aunque no tanto como esas obras: un pasado que lo ha dejado tal como hoy lo conocemos –tras una larga y apasionante historia llena de sorpresas− hace ya más de un siglo. Pero en su cabeza y entre sus dedos viajan estéticas que no son las que solemos asociar a este instrumento ni a estos autores.

De entrada, porque esa música hoy se suele escuchar principalmente con instrumentos históricos, lo que quiere decir también en el marco de una estética interpretativa que ya goza de una sólida tradición y que influye profundamente también en los intérpretes que ese mismo repertorio lo tocan con instrumentos modernos. No hay duda: ese Bach, ese Buxtehude, no suenan como suele sonar hoy la música antigua con instrumentos históricos, y no sólo porque lo que allí tenemos es un piano, y no un clave: Francesco Tristano, por ejemplo, no utiliza prácticamente ningún efecto agógico, ese sutil énfasis expresivo dato a ciertas notas alargando ligeramente su duración que se ha vuelto tan típico de la interpretación de la música de los siglos XVII y XVIII, ni tampoco adopta algunas de las convenciones rítmicas que se han ido popularizando con el tiempo incluso entre los pianistas, como la conversión de los puntillos en dobles puntillos (la Ciaccona en mi menor de Buxtehude, track 4 de su último disco, es ejemplar, en este sentido).

 

Por otra parte (y esto es mucho más interesante), el mundo sonoro de Francesco Tristano no se ajusta a los códigos avalados por la historia de la interpretación pianística de estas últimas generaciones, y no sólo porque la historia reciente de la interpretación esté hecha de intérpretes que siguen centrados en el repertorio que identificamos con los problemáticos conceptos de “Clasicismo” y “Romanticismo”:

  • No hallamos en él nada que nos recuerde las apacibles y relajantes sonoridades estilo New Age que sustentan el éxito de otros pianistas;
  • Nada de grandes líneas inspiradas en el modelo wagneriano y marcadas por esa tendencia a la continuidad que se suele identificar con la idea de dar “dirección” al discurso;
  • Nada de ese hedonismo tímbrico –indudablemente sincero, en muchos intérpretes− que lleva recrearse en los cambios repentinos de sonoridad y los efectos de pedal;
  • Nada de grandes contrastes de intensidad, con ese uso de la dinámica entendida como parámetro principal de cualquier cosa que tenga que ver con el concepto de “expresión”.

Otros intérpretes de la joven generación renuncian, consciente o inconscientemente, a algunos de estos criterios, pero no conozco a ninguno que renuncie a los cuatro al mismo tiempo. Sólo ha existido un intérprete que sí lo hizo, y es un intérprete del pasado pero todavía muy presente en la memoria colectiva y en las listas de reproducción de muchos: Glenn Gould. Y es por ello que la comparación con Glenn Gould se vuelve tan frecuente al hablar de Francesco Tristano.

Es una comparación legítima, no cabe duda. Pero que exige cierto conocimiento si no queremos caer en banalizaciones que resten legitimidad a cualquier discurso. Cuando leo u oigo comentarios que quieren evidenciar supuestas similitudes entre ambos (sobre todo cuando delatan el intento de presentar a Francesco Tristano como una especie de imitador, de “seguidor” de Gould), no puedo evitar de pensar en otra identificación igualmente insostenible, pero que era muy frecuente hace unos años en el mundo del piano: la que asociaba a Brad Mehldau con Bill Evans

Y te preguntas: ¿qué tenían en común? El tocar frecuentemente en trío, eso sí, y el tratar a menudo con especial delicadeza el piano. Quizás también el hecho de no descartar el uso puntual de ciertos temas procedentes de la música popular más reciente, aunque esto era común a muchos otros, y ciertos gestos corporales que llegaban a veces a curiosas analogías visuales. Pero nada más. Fin. Fin de las semejanzas. 

A partir de ahí, sólo encuentras diferencias. Y sondiferencias de bulto. La mano izquierda de Bill Evans, por ejemplo, se limitaba a menudo a un simple relleno armónico y a algún contratiempo sin especial relevancia, mientras que la mano izquierda de Mehldau es la mano izquierda más alucinante que yo haya visto jamás en vivo a ningún pianista, con una riqueza de combinaciones que deja literalmente boquiabiertos. El contrabajo, en el trío de Bill Evans, era la base armónica de todo el conjunto, mientras Mehldau busca en el contrabajo una línea independiente que interactúe con el piano en igualdad de condiciones. Y lo mismo puede decirse de la batería. Totalmente diferente es, además, la forma en la que ambos han concebido sus interpretaciones a solo, y también lo es la relación entre la interpretación, la composición y la improvisación.

Algo similar, muy similar, sucede con Francesco Tristano y Glenn Gould. Hay algunas significativas analogías en el repertorio(relativas, de todos modos), causadas en realidad únicamente por un común recelo hacia la gran tradición romántica. De ahí en adelante, sólo hay diferencias. De entrada porque Glenn Gould –que con hábil estrategia comercial, CBS primero y Sony después, se han encargado de vender al mundo como un incomprendido revolucionario que se adelantaba a su tiempo− era, en realidad, un formalista: alguien convencido de que la música (el sentido de la música, su naturaleza última) residía en el entramado de alturas e intervalos fijado para siempre gracias al pentagrama. Una idea no tan distante de las que profesaban en esos años personajes tan distintos como StravinskyAdorno o Arrau, y que sostiene todavía las interpretaciones de un Pollini o de un Zimerman.

FTGouldEscritos

Como Arrau y como Pollini, y a diferencia de Francesco Tristano, Gould no improvisaba ni componía –más allá de algunas puntuales iniciativas que siguen siendo anécdotas para iniciados, en el mare magnum de su legado−, y cuando se situaba ante una partitura ajena su interpretación procuraba presentarse como una forma de convertir en sonido su lógica interna. Es cierto que esto último Gould lo hacía de un modo no siempre convencional, porque no convencional era su forma de mirar al repertorio, en particular desactivando todo aquello que la teoría musical y la historia de la interpretación había construido alrededor de la idea de “armonía” y de tensión armónica. Para Gould la armonía era un espejismo, una forma infantil y engañosa de mirar a lo único que realmente existía: líneas en movimiento que al superponerse coincidían puntualmente dando forma a acordes. Y allí Gould sí era un revolucionario, porque eso era un pensamiento nuevo. Pero que no salía del paradigma del que se nutría, un paradigma en el que la música no es comunicación, sino juego combinatorio cuya complejidad es proporcional a su grado de interés y cuya naturaleza última se plasma en una partitura. Todo, en Glenn Gould, nace de este convencimiento, perfectamente reflejado en sus escritos:

  • su desinterés por la improvisación, por las músicas de otras culturas, por el jazz, por la música popular, por la propia música contemporánea norteamericana de esos años (Gould tuvo al alcance de su mano a Cowell, a Cage, a Rzewski, y en los últimos años incluso a Glass y a Reich, pero nunca mostró interés por ellos).
  • su renuncia casi “militante” a que el timbre pudiera convertirse en un parámetro interpretativo (Gould buscaba un sonido –y sus discos tienen ese sonido−, para evidenciar mejor el entramado contrapuntístico y exteriorizar, de paso, el alejamiento de la estética romántica; pero a partir de allí todo procedía con la mayor uniformidad posible).
  • su identificarse en el papel de intérprete de obras ajenas, asumiendo la drástica separación entre composición e interpretación que se hizo tan honda precisamente a mediados del siglo XX.

Por muy fuerte que se nos presente la personalidad de Glenn Gould, su rol es el de alguien que asume implícitamente la superioridad del compositor, incluso en aquellos momentos en que más se aleja de la tradición (como en ciertas versiones mozartianas). El suyo no es un diálogo entre iguales, sino la relación jerárquica entre un compositor que crea la obra –entendida como objeto acabado y finito− y un intérprete que se encarga de entenderla y darla a conocer convertida en sonido. Dos momentos epistemológicamente contrapuestos.

Todo ello no le ha impedido a Francesco Tristano profesar, una y otra vez, una sincera admiración por Gould. ¿Y quién no la tiene? Pero gran parte de lo que él hace es justo lo contrario de lo que hacía Gould. Ahí está la colaboración con los compositorescontemporáneos, su interés por la improvisación, su doble vertiente de compositor e intérprete entendida también como constante transvase de experiencias. Y luego la fascinación por la música popular, no entendida como un camino lateral o una puntual concesión al gusto de las masas, sino como una parte fundamental de la cultura de nuestro tiempo. Y, por supuesto, la experimentación tímbrica, realizada no sólo a través de una técnica riquísima en lo que a tipos de ataque se refiere, sino mediante la manipulación electrónica del sonido, y a través de estudiadísimas técnicas de grabación y producción que, entre otras cosas, han convertido sus dos últimos discos, para Deutsche Grammophon, en los discos tecnológicamente más elaborados de la historia de la música clásica.

Llegados a este punto, te preguntas: ¿qué estarán oyendo, los que todavía se obstinan a ver en Francesco Tristano un imitador de Glenn Gould? Me lo pregunto con sincera curiosidad, porque yo veo diferencias colosales que, evidentemente, no son tan obvias. Serán las escuchas en mp3, las audiciones con auriculares en entornos ruidosos, no sé. Pero el caso es que he oído a muchos hacer esta comparación, incluso músicos que admiro profundamente, y creo que es una significativa señal de una realidad más global, en la que lo que hoy conocemos como “música clásica” se juega mucho de su futuro. No se trata sólo de apreciar con más detalle la propuesta de Francesco Tristano: esto puede ser un reto coyuntural y tal vez muy poco trascendente para cada uno de nosotros. De lo que sí vamos necesitados, en el mundo actual, es decomprender lo que la historia nos ha dejado en herencia: sentir que lo que tenemos detrás de nosotros es una verdadera historiaun sucederse de estéticas y de prácticas marcadas no sólo por la personalidad de cada intérprete, sino por el contexto cultural en el que se insertaban sus propuestas. Y esto es válido para el pasado, y sigue siendo válido en la actualidad.

La música clásica es, en muchos sentidos, música del pasado: no sólo porque de ese pasado procede gran parte de su repertorio, sino porque se lleva a cuesta siglos de historia, de prácticas, de valores. Prácticas y valores que no son tanto aquellos que se asociaban a la obra en el momento de su creación, sino los que han proyectado sobre ella los músicos que la han ido interpretando a partir de ese momento, y los públicos que la han escuchado y sentido como parte de sus vidas. Comprender mejor esa historia una forma de entender el mundo del que procedemos nosotros. Y decidir cómo tocar ese repertorio –cómo tocarlo hoy− es decidir cómo queremos situarnos nosotros, hoy, con respecto a ese pasado.

Es la foto de un fotógrafo italiano que no conocía, Stefano (Etienne) Pisano. Hay otras óptimas obras suyas en Flickr y en Ipernity. El autor la ha titulado, en inglés, Notes. Y de un poético párrafo que la acompaña en sus galerías de Flickr e Ipernity puede deducirse cuál fue su idea al hacerla. Pero la vida de una obra de arte no se limita a eso, los intérpretes lo sabemos bien: lo importante, cuando van moviéndose imágenes como ésta, es lo que evocan en nosotros. Que en este caso es mucho.

Alambrada y notas. Menuda pareja. Notas que convierten la alambrada en una especia de pentagrama: una alambrada de notas, o quizás una música que se adueña de una alambrada. Desde luego, una imagen inquietante que se abre a muchas interpretaciones.

No sé qué evoca en vosotros. Yo sé que inmediatamente se entrecruzan en mi mente tres posibles lecturas, fuertemente contradictorias entre sí. Tres maneras de pensar el rol de la música en este mundo contemporáneo.

  1. La música que tantas veces es capaz de dar consuelo y sentido a la existencia incluso en realidades tan duras como las que asociamos a una alambrada.
  2. La música que tantas veces -demasiadas veces- es usada para separar: para separar culturas, pueblos, identidades.
  3. O quizás justo lo contrario: la música que sabe situarse justo en la frontera, incluso en la más intransitable, creando puentes ya con el solo hecho de demostrar que se tiene algo en común, algo mucho menos manipulable, desde las instancias del poder, que las leyes, los marcos educativos, la religión, o el idioma.

Sinceramente, no sabría con cuál quedarme, porque las tres realidades son ciertas, y esa foto las contiene todas, simultáneamente. Sólo por esto, ya valdría la pena quitarse el sombrero ante el artista que la ha creado.

Pero el enigma no termina aquí. Ante esa imagen todos nosotros pensamos inmediatamente en el concepto de “música”, pero allí no hay música: hay notación. Símbolos que por una convención compartida relacionamos con sonidos, pero símbolos, al fin. Símbolos, y no sonidos reales. Y la alambrada la observamos de uno de los dos lados: del otro, ya no estaríamos viendo lo mismo, ya que todos los símbolos se nos presentarían de forma especular. Si fueran sonidos, todos escucharían lo mismo, de uno y otro lado de la alambrada. Pero no es así, porque son símbolos. Símbolos cuyo significado, por otra parte, hemos aprendido formándonos en una cultura determinada: si se tratara de notación musical japonesa, ni tan sólo habríamos sospechado de que se trataba de una alusión a la música.

Y es allí cuando la imagen de la alambrada se impregna de otra posible lectura, no menos inquietante. Parece la foto de una alambrada insólitamente convertida en un pentagrama, pero… ¿no podría ser un pentagrama presentado como si se tratara de una alambrada? ¿No podría ser la notación el verdadero tema de la foto, y la alambrada un grito de alarma ante las tantas barreras que se han creado, una y otra vez, en el momento de confundir el sonido con esos garabatos atados a un pentagrama? Un fenómeno, este último (al igual que las alambradas, mira por donde), que es propio del siglo XX: una de sus más pesadas herencias, en lo que a música se refiere.

Música y notación. Otra compleja relación. Y es cuando la foto nos invita a preguntarnos: ¿No será la notación, más que la música, lo que tantas veces separa realidades que bien podrían convivir e integrarse con naturalidad? Música clásica y música popular, composición e interpretación, obra escrita e improvisación son parejas que a lo largo del siglo XX han vivido una larga época de desencuentros, incomprensión y falta de entendimiento: enfrentamientos que en más de una ocasión han convertido la notación en un verdadero campo de batalla.

Hoy los signos de esperanza no faltan. Se suceden las propuestas que buscan nuevos cauces de comunicación y las vallas parecen ya oxidadas y caducas. Pero es ahora cuando hacen más daño, si no las vemos venir. Y por ello es importante saber que están, y de dónde proceden. Porque, en el fondo, son un fenómeno reciente: gente como Beethoven, Mozart o Bach jamás habrían sabido orientarse en medio de esas alambradas, erigidas mucho tiempo después allá donde ellos transitaban libremente.

Y una última observación: el cielo. En Occidente, estos nubarrones los vinculamos inevitablemente con malos presagios. Pero no así en otras partes del planeta: en el cine indio, por ejemplo, son promesa de lluvia, de esa ansiada lluvia que es vida y fertilidad. Y por tanto siempre son vistos en clave de esperanza. Nuevos matices posibles para una foto tan abierta a lo que sepamos ver en ella. Parece una obra de Bach, tan diversos son los caminos que pasan por ella.

Hoy los signos de esperanza no faltan. Se suceden las propuestas que buscan nuevos cauces de comunicación y las vallas parecen ya oxidadas. Siguen ahí, sin embargo. Además, el hierro oxidado es peligroso, así que tengamos cuidado. Pero no nos cansemos de buscar salidas. Hay todo un mundo por descubrir, allá fuera.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft octubre 2012)