Unos monos pianistas protagonizan un corto animado de seis minutos que está circulando por la red desde hace un tiempo. Un video simpático, muy bien hecho como todos los productos de la ESMA (Ecole Supérieure de Métiers Artistiques), que tiene los ingredientes ideales para ser compartido tranquilamente por todo el mundo, avalado por una moraleja que nos habla de espontaniedad, igualdad de oportunidades y necesidad de dejar atrás viejos sistemas de enseñanza. Todo muy políticamente correcto, y para quienes todavía no lo haya visto, aquí está el enlace. Sin embargo…

Como es habitual en los cortos de estas características (desde Disney y Looney Tunes en adelante, hay una larga tradición en esta dirección), la clásica es asociada de entrada con el aburrimiento, y lo es especialmente en este caso: la practican seres sumisos y sin ideas, guiados por maestros insufribles. Hasta que te topas con el swing. Sí señor: un swing que va camino de cumplir un siglo. Moderno, simpático y sinónimo de libertad, según parece. Insisto: no es la primera vez que asistimos a una jugada de este tipo, ni muchísimo menos. Pero como el asunto, esta vez, me ha llamado especialmente la atención, me surgen algunas pregundas. Dos, esencialmente.

MonkeysLa primera es evidente: ¿De verdad el mundo tiene esta impresión de nosotros? ¿Realmente somos un poco así, más allá de los tintes caricaturescos que el cine suele darle? Porque si ésa es la imagen, quizás quienes nos miran desde fuera tengan una parte de razón. Y entonces es para hacérselo mirar, la verdad. Los músicos que yo conozco, los realmente buenos, desde luego no son así. Pero cuando miro a ciertos alumnos de conservatorio, allí sí he visto, en más de una ocasión, esa sumisión, esa ausencia de chispa. Quizás sea la proyección del legítimo temperamento de cada uno. Pero es más que probable que ciertos sistemas de enseñanza no hayan ayudado a crear otras dinámicas y otra actitud hacia la música y hacia la vida. Tanto «mira bien lo que está escrito»; tanto «así no está bien»; tanto repertorio cuyo estudio se eterniza prolongándose durante meses; y poca lectura a primera vista, la improvisación más bien ausente, la música de cámara sentida (especialmente por los pianistas) como excepción y no como actividad habitual… Todo esto no ayuda, no. Por suerte muchas cosas están cambiando.

Pero no bajemos la guardia: las antiguas rutinas se resisten a morir, y tienen como poderoso aliado nuestra crónica tendencia a resistirnos a los cambios. Ojalá en un par de generaciones un dibujo animado como éste parezca únicamente una simpática parodia, y no el retrato de una situación que podría ser real.

 

La segunda pregunta es más compleja. Si realmente queremos dar un nuevo aire a la clásica, ¿estamos seguros que unas sonoridades que podrían tener fácilmente 90 años son las más adecuadas para representar la juventud, el desparpajo y la libertad? ¿No sería el caso de pensar en lenguajes más cercanos a nuestro tiempo? Dentro de jazz y fuera de él: hay tanto por donde escojer. El problema es que -corregidme si me equivoco- si en lugar de este ligero jazz temprano hubieran introducido sonoridades más propias de la música que muchos adolescentes de hoy escuchan, este video no habría gustado del mismo modo. Al menos a la mayoría de los espectadores que, en cambio, lo están compartiendo y comentando. Porque queremos que la música se libere, pero inmediatamente después le aplicamos el marco conceptual que la acompaña, cargado de categorías y clasificaciones pensadas precisamente para avalar lo antiguo y lo bendecido por la academia.

Este video juega a un juego antiguo. Es el mismo truco que ya usaron los cartoons de Bugs Bunny y Tom & Jerry en sus frecuentes incursiones musicales, que a menudo procedían de lo más clásico a lo más desenfadado, llenos de cichés y gags a veces desternillantes, pero siempre ajustados a la férrea censura del senador Joseph McCarthy, que en esos años había convertido Hollywood en un templo del pensamiento ultraconservador. Y resuenan en este video los ecos de Carnegie Hall, la película de 1946 en la que actuó también Arthur Rubinstein y cuyo protagonsita es precisamente un trabajador de la célebre sala neyorquina, que va mostrando a su hijo, desde el backstage, a los grandes músicos que pisan aque escenario. Una película conservadora donde las haya, pensada desde y para el establishment.

Muchos, en el mundo de la música clásica, quieren dar pasos adelante, quieren quitarse la corbata y asomarse al mundo moderno. Pero existe el riesgo de que todo sea una operación de imagen, como mucho un lifting más o menos logrado. Para que así no sea, hace falta pensar en profundidad cuál puede ser realmente nuestro lugar en el mundo contemporáneo (y aquí caben muchas respuestas posibles), y si queremos dialogar con otras músicas (una pregunta cuya respuesta puede ser perfectamente: no, sin miedos ni reticencias).

No sé si llegará el día en que parezca normal que en un corto como éste el muchacho se ponga a tocar hip hop, electrónica o bhangra: no tiene por qué llegar y no hay ninguna necesidad de imponerlo a nadie. Tal vez nuestro lugar resida precisamente hacer una música que es «otra» con respecto a lo que se escucha en otros lugares. Como también es posible que queramos seguir la pista que ya recorrieron Bach, Händel y tantos otros en su día, dejándose impregnar de armonías y ritmos que llegaban desde las salas de baile, a menudo acompañados de nombres tan exóticos como sarabanda o chacona. Lo que no acepto es que se me venda como «ruptura» un swing 1920. Como agradable forma de seguir una tradición, de acuerdo. Pero yo quiero otras revoluciones. Sólo con los ritmos y los sonidos que existen en la propia música clásica del siglo XX y del XXI, habría como para cambiar nuestro paradigma cien veces… Sacudámonos el polvo, sí, pero si queremos cambiar, que sea para buscar un futuro realmente diferente.


Luca Chiantore, junio 2015