Grandioso: Claude Monet en 1914, pintando ante una cámara. Nada que ver con la música, ya lo sé, pero esto hay que verlo. El gran Monet, el hombre capaz de convertir sus cuadros en otras tantas demostraciones empíricas de que la barrera entre forma y color es pura ilusión, el único hombre capaz de ser a la vez fundador y epígono de un movimiento artístico de alcance histórico… aquí está, de pie ante nuestros ojos.

Traje claro e impoluto (y te preguntas: ¿no se manchaba al pintar?), su inseparable cigarrillo (ídem: ¿y la ceniza?), y sobre todo el gesto: un gesto rápido y certero, pero a la vez anodino, casi impersonal. La pincelada menos filosófica que podamos imaginar. No hay contemplación ni reflexión: sólo el gesto de alguien que en cada momento sabe adónde poner el pincel, incluso antes de que la tinta llegue al lienzo. Brutal. E interesantísimo de comparar con otros documentos de esa época: si os interesa el tema, no os perdáis a Renoir, del que existe otro increíble video, y también a Rodin, a quien vemos cincel en mano esculpiendo con un gesto de los que no se olvidan.

Aunque la cámara, todo sea dicho, no nos lo cuenta todo. Y hay algo que jamás sabremos: ¿cómo miraban, esos hombres? ¿Cómo miraba, en particular, Monet? La magia de sus cuadros es la magia de alguien capaz de ver el color, la luz, la forma de un modo que no conocíamos antes. Y entonces me pregunto: ¿ese giro de la cabeza que vemos en las imágenes, sorprendentemente amplio, adónde apuntaba? Porque el secreto de Monet, estoy seguro, residía en cómo miraba el mundo, en lo que veían sus ojos y en cómo lo veían, y eso jamás lo sabremos. Pero el video sí documenta de forma muy clara sus gestos corporales, y esos gestos me llaman poderosamente la atención. Monet habría podido perfectamente reducir el movimiento de su cuerpo con tan sólo reorientar el lienzo. En cambio no. Parece como si necesitara esos casi 90º para evidenciar la separación entre dos tipos de percepción: la captación de la información y su reconversión en obra de arte. Como si se tratara de girar la cabeza hacia la derecha para observar cada vez un detalle diferente (y me lo imagino desenfocando mentalmente todo lo demás), para luego, a continuación, reorientarla hacia el lienzo y así poder llevar ese mismo detalle hasta su obra. Y así adelante, detalle tras detalle, pixelando la mirada y recomponiendo el conjunto a partir del detalle.

Y es entonces cuando pienso en la música, y no sólo en la composición (ay, ¡cuántas similitudes!), sino en la propia práctica de la interpretación. Nos gusta pensar en el “arte” y en sus “artistas”, hablamos de talento y de predisposición natural, pero la realidad es que el día a día de un intérprete no es otro que “oficio”. Un oficio que debemos aprender y conocer en profundidad para poder llegar a la necesaria libertad. Hay que saber qué se quiere contar, hay que saber cómo contarlo, y hay que ponerse a contarlo, pacientemente, paso a paso. Para nosotros, como para Monet, ponerse manos a la obra significa seleccionar, dedicar cada minuto que tengamos a disposición a la tarea de acercarnos a nuestro objetivo. Y es allí donde el gesto de Monet, con ese pincel que se mueve tan rápido sobre el lienzo, me hechiza: un gesto fascinante precisamente por su obviedad, por la naturalidad casi descuidada que desprende, que no es otra sino la de alguien que lleva toda la vida repitiendo ese gesto.

Porque el secreto, evidentemente, no está en ese gesto, sino en la mirada previa: en la definición de lo que se desea ver brotar en ese lienzo. Y visto así, este documento parece una verdadera clase magistral para pianistas. Buscar un sonido e ir a por él, detalle tras detalle: eso es estudiar un instrumento musical. Y la diferencia entre quien es gran intérprete y cualquier estudiante todavía en formación está en la diferente capacidad de convertir en sonido todo lo imaginado. Hemos de conocer lo mejor posible nuestros medios físicos, por supuesto. Pero el objetivo es trascenderlos, y para trascenderlos hay que mirar más allá: hay que encontrar el paisaje hacia el que dirigir nuestra mirada, y volver la cabeza hacia allí, una y otra vez. Eso sí: a diferencia de lo que sucede con la pintura, los paisajes y los modelos de la música no están en el mundo físico. Están dentro de nuestro cuerpo: en nuestra imaginación. Y es hacia ahí hacia donde tenemos que mirar, detalle tras detalle, y a partir de esa información llenar nuestro lienzo sonoro. Porque esto es oficio. Como lo es el de aquellos que nos han precedido. Como lo fue en su día el de Miguel Ángel o de Velázquez. O el de Monet: aquí está.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft septiembre 2012)

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