Miedos

Escrito por Luca Chiantore, 1 de octubre de 2024 (English version here)

Acabo de ver No Fear, la película documental de Regina Schilling protagonizada por Igor Levit. Un largometraje documental enteramente centrado sobre este pianista que, como bien sabemos, ocupa un espacio propio en el panorama musical actual.

Levit toca muy bien y tiene un repertorio colosal, pero su popularidad no se basa únicamente en los méritos musicales. Ninguna carrera, en realidad, está basada únicamente en méritos musicales, ni hoy ni en el pasado. Con Levit, sin embargo, esto es especialmente evidente. Su gestión de la emergencia Covid fue un ejemplo clarísimo de ello, con aquellos 52 conciertos desde casa que generaron tanto seguimiento. Pero este largometraje marca un salto de calidad, en lo que exposición pública se refiere.

Se trata de dos horas exactas de película, con algunas filmaciones suyas tocando en vivo pero en gran medida dedicadas a verlo detrás de la escena, y no sólo ensayando, grabando o preparándose para salir al escenario, sino en acciones tan triviales como comprarse un par de zapatos o cocinar sin mucho arte en su casa, mientras habla en directo por videollamada (luciendo, eso sí, una camiseta que —mira por dónde— lleva impreso el lema “Love music, hate racism”).

Y aquí reside gran parte de la operación: descubrir al hombre detrás del artista. Con sus buenos sentimientos, por supuesto, pero sobre todo —y esto es nuevo— un hombre frágil, muy frágil. Las “nuevas masculinidades” encarnadas en uno de los máximos referentes del piano actual, una celebridad que habla reiteradamente de sus miedos y de sus inseguridades. En más de una ocasión, de hecho, se le nota cercano a la depresión, una palabra que él mismo utiliza. Impresiona. Y todo parece muy sincero. ¿Lo es? No lo sé. La impresión que da es que sí, pero no conozco a Igor Levit en persona como para tener una opinión fundamentada al respecto. Y lo digo desde el máximo respeto: hacia él, de entrada, pero también y sobre todo hacia quienes la depresión la viven o la tienen muy cerca. Es posible también que esta de Levit sea una forma de enfrentarse a esos miedos, lo que tiene mi máxima comprensión, y no tengo dudas de que el hecho de compartirlos públicamente puede ayudar a otras personas a sentirse acompañadas en esa dimensión tan humana.

Por otra parte, por muy suyas que sean sus reflexiones, el hecho de plasmarlas en un documental las convierte en un espectáculo, con todo lo que conlleva. Y es un espectáculo que quiere generar empatía. Todo el documental, en efecto, nos muestra al artista en gestos cotidianos. Adecuadamente seleccionados, evidentemente, y a saber hasta qué punto plasmados en función de la cámara: lo que parece tan espontáneo no deja de ser parte de un guion. El caso es que esos gestos los reconocemos y nos resultan familiares. Especialmente aquellos más ligados al uso del celular, ya sea el escuchar a través del altavoz del teléfono una música que se acaba de descubrir—Muddy Waters, concretamente, porque un artista clásico hoy no se puede permitir no apreciar la (buena) música popular—o viéndole postear reiteradamente los momentos curiosos de su vida diaria. Y también el inevitable compromiso ecologista, que nos llega en forma de filmación vinculada, cómo no, a su presencia en redes: la actuación en pleno invierno, en streaming para Greenpeace, entre los árboles de la Dannenröder Wald a punto de ser talados.

Claro está que el documental se encarga de recordarte que Igor Levit no es un artista cualquiera, sino alguien top top top, que toca más de cien conciertos al año, charla de tú a tú con el presidente de Alemania y es amigo íntimo de Marina Abramovic. Y también deja claro que se trata, a la vez, de un artista actual, muy actual: igual que lo aclaman con una “standing ovation” en el Concertgebouw, te lo puedes encontrar tocando la Appassionata en un directo de Tik-Tok. Con una imparable ristra de reacciones y comentarios, evidentemente. En realidad, ante ese video de Tik-Tok y tantas reacciones que parecen salidas de un guion cinematográfico, la sospecha de que sea todo un montaje no te la quita nadie. Pero que lo sea o no, en el fondo, es irrelevante. Todo este documental es, de algún modo, un montaje: es un montaje de momentos pensados para dar cierta imagen de la persona, y esa persona vive de hacer música, de modo que en última instancia estamos vendiendo al músico autorretratándose. Haciendo, en su conjunto, una performance.

Ahora bien, ¿no es todo lo que vemos en las pantallas una performance? Estamos actuando todo el tiempo, posteando nuestro día a día, y cuando se trata de música esto es especialmente cierto, con ese narcisismo que nos lleva a compartir las salas donde tocamos o lo maravillosas que son nuestras vivencias dentro y fuera del escenario. Y es a la vez una forma de comunicar, de informar, de hacer partícipes al resto del mundo de lo que hacemos. Levit, con este documental, lo hace. Lo hace dando una cierta imagen de sí mismo, y es una imagen que vende. Vende e impacta. Impacta verle dudar tanto, incluso en plena sesión de grabación, con esa Passacaglia de Roland Stevenson literalmente montada frase a frase; impacta notar su confianza absoluta en su técnico de grabación y con ello descartar la idea del gran artista que no necesita a nadie porque sus decisiones no dependen más que de su genio; e impacta percibir de un modo tal explícito su necesitad de contacto físico, de besos y abrazos, y de poner a su persona en el centro de la historia. Por supuesto que es una actuación. Es, toda ella, una performance, y por eso sabe llegarte tanto: porque convierte la experiencia ajena en emociones. Emociones que sientes tú, que la estás observando.