Estos últimos días han estado especialmente lleno de despedidas, para los amantes de la gran música. Hoy nos toca decir adiós a alguien realmente único, Ravi Shankar. Su nombre no parece tener mucho que ver con el piano, y sin embargo hablar de él sí tiene sentido aquí, como espero demostrar a continuación.
Maestro en todo, en la música y en la vida, activísimo hasta el último momento, Shankar no fue sólo el hombre que colaboró con los Beatles y los Rolling Stones. De hecho, es patético comprobar como aquellos contactos, básicamente ceñidos a los años sesenta, parecen ser lo único que interesa a los medios occidentales, mientras Shankar fue un pilar de la música clásica india durante más de medio siglo. Pero sí es cierto que aquellas colaboraciones fueron reveladoras: reveladoras de una precisa actitud ante la tradición.
Porque no nos engañemos: si las observamos desde la perspectiva milenaria de la música hindustaní (que era la suya, tan diferente, por otra parte, de la carnática, a su vez más antigua), las frasecitas de sitar de canciones como Norwegian Wood son de una tal sencillez rítmica y melódica, que cualquier otro hubiera huido corriendo. Shankar no lo hizo. Y no se trataba (sólo) de abrirse camino en un mercado nuevo (que también). Enseguida vio la posibilidad de hacer nuevas experiencias sonoras: experiencias que incluyeron conciertos con orquestas sinfónicas, discos y giras compartidas con músicos de muy diversa orientación. Experiencias que significaron también una continua negociación con otras prácticas y, por lo general, una renuncia a gran parte de aquella riqueza estructural, de aquella riquísimasimbología y de aquella onmipresencia de la improvisación que caracteriza la música hindustaní.
Nunca sabremos exactamente cómo vivió Shankar aquellos intercambios, que se adelantaron en décadas del que será, a partir de los años noventa, el gran circo de la World Music. Nunca sabremos exactamente cuánto pesaba en él la voluntad de dar a conocer a escala planetaria aquella música en la que había crecido; cuánto había de estricto cálculo comercial, de autoironía, de simple desafío o de legítimo orgullo por ser el primer músico indio que alcanzaba semejante popularidad internacional. Lo que es seguro es que en esos experimentos se volcó, incluso cuando significaban alejarse profundamente del mundo sonoro del que procedía: algo que sucedía con el pop y el rock, pero aún más cuando se trataba de negociar con la tradición clásica europea.
Una perfecta prueba de ello son los dos Conciertos para sitar y orquesta que escribió y grabó con la London Symphony Orchestra: conciertos que muestran de forma flagrante hasta qué punto la tradición sinfónica occidental y la música clásica india son en muchos sentidos antitéticas. Aún así, Shankar siguió adelante. Le aguantó a Jean-Pierre Rampal su incapacidad para improvisar y sintonizó (o por lo menos consiguió dar esa impresión) con la actitud musical y humana de Yehudi Menuhin (que quizás fue el único, entre todos sus colaboradores de formación clásica en estar dispuesto a aprender realmente algo nuevo), a pesar de que lo que llegó a hacer el gran Menuhin en el mundo de la música india no llegara a ser ni la décima parte de lo que hace cualquier buen intérprete de sarangi.
Y gracias a ello, Shankar y su música acabaron por convertirse en un puente entre tradiciones. Su larga vida, empezada en el lejano 1920, le ha llevado hasta el siglo XXI. Y hoy más que nunca su ejemplo resulta iluminador. Shankar fue músico en el más noble y elevado sentido de la palabra. Fue virtuoso y a la vez hombre de profundos conocimientos, apasionado divulgador y entregado pedagogo, hombre de mundo fascinado por la modernidad y al mismo tiempo persona de honda espiritualidad. Y lo que aquí más interesa evidenciar: un artista capaz de lanzarse a las más atrevidas aventuras sin que ello significara renegar jamás de la tradición de la que procedía.
Shankar es la demostración viviente de que puedes ser una autoridad absoluta en el marco de una tradición y, al mismo tiempo, estar dispuesto a descubrir otros mundos sonoros, abierto a experimentos y colaboraciones que te sitúen ante nuevos horizontes. Lo que es mérito suyo, pero también una emanación de la cultura de la que procede. De hecho, en la India no se le consideró nunca un traidor sólo por haber apostado por las más improbables fusiones sonoras, sino como el gran maestro que era. ¿Sucedería lo mismo en Occidente?
El mundo de la música tendrá que seguir adelante sin Shankar, pero sería bueno para todos si supiéramos aprender de su ejemplo. Además, deja una digna heredera, su hija Anoushka, continuadora de su virtuosismo y de su actitud ante el mundo. Con ella tocó hasta el último día, y al lado de ella queremos recordarlo. Con su música y todo lo que representa.
Escrito por Luca Chiantore (copyleft diciembre 2012)
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