Hace justo 25 años, el 2 de febrero de 1988, nos dejaba Solomon Cutner, el hombre que en la historia de la interpretación pianística solemos recordar únicamente por el primero de esos nombres: él, para todos, fue siempre y únicamente “Solomon”.

Mil cosas podrían decirse de él, que protagonizó un itinerario personal y artístico en muchos aspectos único, y cada uno de esos aspectos daría para un post aparte: las prodigiosas hazañas de sus años de infancia, que parecieron rediseñar los límites de lo “humanamente posible”; los tormentos años de estudio con su principal profesora, Mathilde Verne, una alumna de Clara Schumann en cuya casa vivió auténticos episodios de maltrato; la peculiaridades de su nombre de pila, que al convertirse en nombre artístico prolongó las sombras de su etapa como niño prodigio impregnando una vida adulta marcada por una controvertida relación con los escenarios; la parálisis que sufrió su brazo derecho en 1956, con tan sólo 54 años, y que puso fin a su carrera; su fama de venerado y a la vez inalcanzable maestro, al que acudieron con regularidad, hasta el final de sus días, incluso celebridades como Shura Cherkassky.

Hoy, sin embargo, quiero recordarlo destacando un aspecto muy concreto de su arte, el que más permite diferenciarlo de cualquier otro intérprete: su interés por la manera en que el sonido acaba. Nadie como él, en toda la historia de la interpretación pianística, ha sabido matizar con tanta variedad la transición del sonido al silencio. En todas y cada una de sus interpretaciones conviven sonidos que se cortan de repente (pocos), sonidos que se apagan despacio (muchos); algunos se extinguen en un instante gran parte de su intensidad, pero dejando tras de sí una sutil reverberación, mientras otros parecen desinflarse como un globo, perdiendo fuelle de forma exponencial (y ése era uno de sus efectos más extraordinarios).

Hablamos de unas pocas décimas de segundo, claro está, pero décimas capaces de definir un mundo estético. Y la existencia de un magnífico video —un sólo, pero más que suficiente: se trata de la grabación íntegra de la Appassionata— nos permite ver cómo se gestaba aquello que en sus grabaciones audio podemos oír. Lo vemos, en realidad, sólo en parte, ya que la cámara nunca encuadra los pedales, de dónde surgían muchas de las increíbles finuras del pianismo de Solomon. Y el audio, es cierto, en este caso no es tan sofisticado como el de sus célebres grabaciones para EMI (Solomon llegó a tiempo para dejarnos incluso muchas grabaciones en stereo), de modo que no siempre entre lo que vemos y lo que oímos hay toda la coherencia que desearíamos. Pero si estamos acostumbrados a las grabaciones de Solomon, es inevitable quedarse boquiabiertos ante esos movimientos del dedo y esos movimientos de la muñeca, que con tanta variedad buscan la forma en que el cuerpo del pianista se aleje de la tecla tras la producción del sonido.

Lo que hacía Solomon con sus dedos y sus pies era indudablemente extraordinario; de hecho no conozco otro pianista que haya llegado a tanto, en este sentido. Ahora bien: nadie consigue esto pensando en sus dedos ni en sus pies; esos sonidos, si queremos llegar a producirlos, tenemos que tenerlos primero en nuestra mente, tiene que tener un lugar preciso en nuestra imaginación sonora, para poder ir tras ellos, día tras día, durante una vida, y así disponer de los recursos para arrancarlos del instrumento. Claro está que, en el transcurso de esa misma búsqueda nuestra también nuestras expectativas van refinándose, y la experiencia física con el instrumento también proporciona caminos y ofrece resultados a veces inesperados. Pero jamás podremos conseguir nada que nuestro oído no sea capaz de producir, y las terminaciones de Solomon son un excelente ejemplo de todo lo que nuestra imaginación puede ganar del escuchar en profundidad, con esa atención que busca más allá de lo que oiríamos con una escucha más distraída.

Escuchemos, pues, a los grandes. Pero escuchémoslos bien. Entrenémonos a captar sutilezas, a percibir aquellas pequeñas oscilaciones en las propiedades de cada sonido que marcan la diferencia entre lo que está sencillamente «bien hecho» y una interpretación inolvidable, porque de eso se alimenta nuestra propia riqueza sonora.

Si no estamos muy pendientes, si la nuestra no es una escucha activa, es posible que escuchemos durante horas a Solomon sin ni siquiera percatarnos de todo lo que sucede en las terminaciones de sus sonidos. Y el caso de Solomon es tan interesante precisamente porque suele convertirse en una interesante llamada de atención para cualquier pianista, que se encuentra negociando a diario con un instrumento en el que casi todo depende del momento del ataque de la tecla, sin mucho margen para correcciones posteriores. El piano, de algún modo, parece invitar a que el oído se concentre en el inicio, y no en el final de la nota: en cómo la nota empieza, y no tanto en cómo acaba.

Una escucha atenta y analítica, en cambio, nos permite comprender cuán importante es cuidar el sonido en toda su duración. Se trata de una necesidad que acompaña el intérprete en todo momento, pero lo es por partida doble precisamente cuando lo que queremos estudiar y mejorar precisamente el mecanismo, el gesto, el movimiento entendido como la dimensión más material en la actividad de un intérprete. Porque allí, precisamente, el riesgo de aislar ese gesto del sonido resultante puede tener terribles consecuencias. Y, de nuevo, la Appassionata de Solomon se convierte en un ejemplo ideal: esa plástica movilidad de la mano puede parecer un inútil y estetizante capricho, si no conseguimos reaccionarla con variaciones sonoras en el plano de la intensidad y la articulación. Si, en cambio, esas diferencias están constantemente presentes en nuestra mente, esos gestos empiezan a cobrarsentido. Se vinculan a un efecto sonoro cargado de matices y sutilezas, y ésa es la verdadera razón de ser de cualquiera de los movimientos de un intérprete.

Estudiar significa practicar para acercarnos a un objetivo. Si ese estudio está impregnado en todo momento de una intención precisa, esa intención -y toda la veriedad sonora que esto implica- será lo que el pianista asimilará. Si no, únicamente habremos practicado un gesto gímnico vaciado de cualquier otro fin que no sea la propia hazaña biomecánica. Y en vano intentaremos «aplicarle» la «interpretación» a posteriori, como si se tratara de aplicarle una mano de pintura para darle el acabado final. Cuándo más rico y diversificado sea ese objetivo sonoro, en cambio, más productivo será nuestro estudio y más rica será nuestra interpretación.

Grandes figuras como Solomon las necesitamos precisamente porque amplian nuestro horizonte. Personalmente, con él he descubierto fronteras que desconocía, observando el uso de la resonancia que tanto caracterizaba su pianismo. Ese la bemol que se transfiguraba en elostinato de la Berceuse de Chopin, esas respiraciones en la K. 333 de Mozart, ese infinita diversidad de staccatos en las Variaciones Brahms-Händel o en tantos momentos de las muchas sonatas de Beethoven que grabó y que no llegaron a convertirse en una integral por ese infarto cerebral de 1956, son tan sólo algunos ejemplos de un pianismo inolvidable que supo ver en un aspecto de la interpretación que siempre estuvo allí, una mina capaz de proporcionar tesoros insospechados.

Sigamos sus huellas, por tanto, para hacer nuestros esos tesoros. Pero también podemos dar un paso más allá, y ver en una figura como él un ejemplo de cuánto queda por hacer, en ese mágico mundo que es la interpretación: él buscó y encontró su tesoro allí; pero ¿cuántos otros habrá escondidos en otros lados? Tal vez sólo estén esperando alguien que vaya en su búsqueda. El caso de Solomon, que encontró el suyo trabajando en torno al ocaso del sonido, seguirá en cualquier caso siendo único, y desde luego escalofriante si hoy lo pensamos en perspectiva, porque cada uno de esos sonidos, tan atentos a cómo el sonido se convierte en silencio, parecen un anuncio de ese estremecedor silencio en el que se convirtió efectivamente su vida, durante los 32 interminables años que pasaron tras la parálisis de 1956 y lo acompañaron hasta ese 2 de febrero de 1988 del que hoy recordamos la efeméride.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft febrero 2013)