Escrito por Luca Chiantore, 1 de enero de 2025

¿Tienes un Rolex? Te lo pregunto a ti, que estás leyendo este post, pero creo conocer la respuesta: no. Yo, desde luego, no lo tengo. Nadie en mi familia lo tiene. Nadie que yo conozca lo tiene. Ni lo tiene ni lo quiere, porque… ¿qué haríamos con un Rolex?

Quizás, en el pasado, un reloj Rolex podía garantizar una medición del tiempo más precisa que la de otros relojes; hoy, una medición aún más impecable la proporciona el más básico teléfono celular. Así que lucir un Rolex en tu muñeca refleja, hoy más que nunca, la que en el fondo ha sido siempre su principal función: marcar estatus. Un estatus que a su vez puede ser más o menos alto, porque el clasisimo es lo que tiene: vales lo que puede pagar. Y hay relojes Rolex para bolsillos muy diversos, desde los 6.000 dólares subiendo hasta los 150.000. Una cifra inalcanzable para mí y ajena, totalmente ajena a mi mundo.

Sin embargo, desde hace años, Rolex esponsoriza la música clásica. Hoy, 1 de enero de 2025, lo ha hecho de un modo explícito no sólo presentándose como patrocinador único del Concierto de Año Nuevo de los Wiener Philharmoniker, sino con una cuña publicitaria que ha llegado a millones de hogares en todo el mundo. Pero no se trata de una novedad. Rolex lleva 16 años siendo espónsor único de este concierto, que es el evento de música clásica más escuchado del mundo, y 13 años siendo el patrocinador principal del Festival de Salzburgo, del mismo modo que tiene a Cecilia Bartoli, Yuja Wang, Gustavo Dudamel, Jonas Kaufmann y otras estrellas mediáticas como caras visibles de esta identificación con la música clásica, a la que su propia página web dedica un espacio considerable.

Nos desvivimos a diario para explicar que nuestra música puede ser algo cercano y no una realidad ligada a mundos lejanos en el tiempo o en el espacio. Pues el logo de Rolex en esa imagen del Musikverein es un mazazo en contra de todo aquello por lo que luchamos, y ya no hablemos de la cuña publicitaria: el modelo con el que acaba la filmación, el nuevo Oyster Perpetual Day-Date 36, en oro de 18 kilates y cuadrante rodeado de diamantes, vale más de 100.000 dólares. ¿Tenemos algo que ver con esto?

Tú y yo, no, lo sé con certeza. Nuestro público, tampoco. Cecilia Bartoli y Yuja Wang, sí. Y una parte de su público, también (sólo una parte, en ese caso, porque puede que tú y yo, puntualmente, formemos parte de ese público). Nada extraño, en realidad, ni especialmente original, visto que esa segmentación siempre ha existido, pero hoy es sumamente evidente, como no podría ser de otra forma en esta sociedad neoliberal: algunas figuras (pocas, muy pocas) mueven masas e interesan por eso también a los grandes poderes económicos; el resto intentamos como buenamente podemos mantener en vida un mundo artístico, educativo e incluso empresarial sin el cual esa misma élite no existiría, pero con la que casi no hay puntos de contacto.

¿Realmente no sabemos imaginar una música clásica alejada de este elitismo económico? Porque otros mundos también asociados a la “alta cultura” no necesitan jugar esa carta, ni lo hacen aquellos que los millones los mueven a través del deporte. El Louvre no se presenta como un producto cultural pensado para quienes tiene millones en su cuenta bancaria. El Real Madrid tampoco, a pesar de que los millones sí circulan generosamente ahí: entran y salen, porque millones cuestan los jugadores, pero otros muchos millones los generan los productos comerciales y los derechos televisivos.

Strauss no suscita ese movimiento de imágenes y afición: se le presenta como algo más elevado, espiritual y… económicamente. Que eso suceda cada primer día del año precisamente con una música como la suya, a la que en su momento se le acusó de vulgaridad y banalidad, es tan sólo una nota tragicómica en medio de una realidad que nos daña a diario. Así que, a partir de mañana, habrá que volver a las trincheras. Porque así concibo mis conciertos, mis clases, mis publicaciones: un lugar de frontera, donde hay mucho en juego.

Un feliz y militante año 2025 a todo el mundo.

Escrito por Luca Chiantore, 3 de noviembre de 2021

El Concurso Chopin 2021 ha acabado. Han sido muchos días de retransmisión online que he seguido con especial atención porque suponía que se convertiría en un espacio interesantísimo para reflexionar sobre el estado actual de la interpretación, y así ha sido. Ahora que ya sabemos el veredicto del jurado, aún más.

En este largo post voy a recoger gran parte de lo que escribí en Facebook durante las pruebas, pero desde la perspectiva de un resultado que ya conocemos, y que personalmente no me ha sorprendido. Esa distribución de premios, eso sí, me ha decepcionado: yo hubiera preferido otra. Pero entiendo perfectamente que el sistema de votación y la composición del jurado hayan llevado a ese desenlace.

Vayamos por parte. La sensación, durante todo el concurso, es que nadie tenía claramente el público de su parte, ni en la sala ni en internet, y es probable que el propio jurado, al menos durante las primeras pruebas, no tuviera una idea demasiado definida de quién se llevaría los primeros premios. Lo que sí es evidente es que internet ha estado, en esta edición, especialmente presente porque el Instituto Fryderyk Chopin ha hecho una labor encomiable de retransmisión en directo en Youtube, con subida de las pruebas casi inmediata, un uso perfecto de las palabras clave y una moderación discreta pero siempre presente del chat, contribuyendo a que el seguimiento online haya sido masivo y muy dinámico.

Ahora bien, las redes sociales no han estado presentes sólo a través de esa retransmisión. Ésta ha sido la primera edición de este concurso legendario en que competían personas que mayoritariamente han nacido y crecido con internet. Personas que hemos visto literalmente crecer a través delas redes, donde empezaron a circular videos suyos cuando tenían 3 o 4 años, y sobre todo que llegan al concurso teniendo hoy una presencia en internet mucho mayor la que tienen todos los miembros del jurado llamado a evaluarles.

Parece una paradoja, pero no lo es. De hecho, la persona más “famosa” (en sentido literal de “ampliamente conocida”) que haya pisado estos días la sala de la Filarmónica de Varsovia no estaba sentada escuchando y tomando notas como parte del jurado: estaba compitiendo. Y esperando el veredicto de ese jurado tal vez prestigioso pero que a los 800.000 followers en Youtube no llegarán jamás. Por no llegar no llega ni siquiera Martha Argerich, que decidió al último momento no participar en ese jurado. Pues 857.000 suscriptores tiene en este momento Hayato Sumino en Youtube, ahí conocido como Cateen.

Cateen es un fenómeno que merece un post aparte, y ya sé que le voy a dedicar un espacio en mi próximo libro. Pero lo que más llama la atención de su participación en este concurso es que ha jugado todo el tiempo con las reglas de la tradición. Justo él que podría haber hecho perfectamente ­—si no al principio, por lo menos en la última prueba como solista— lo que suele hacer en sus videos: variar las obras, improvisando y desarrollando material ajeno y componiendo obras propias con una soltura francamente admirable. (Para tener una idea de aquello a lo que me estoy refiriendo, escuchen estos Seven levels on Twinkle Twinkle Little Star, si aún no han tenido la experiencia de hacerlo: 7 merecidísimos millones de reproducciones en poco más de un año en Youtube).

Hayato Sumino ha evitado presentarse con su nombre de youtuber y se ha presentado con su nombre real (algo no tan obvio, considerando que el propio ganador no se llama Bruce de nacimiento, ni el pasaporte del sexto premio debe de incluir las dos jotas maýusculas sin punto y con espacio que aparecieron todo el tiempo como parte de su nombre) y sobre todo ha tocado siempre, una a una, las notas escritas en la partitura, siguiendo rigurosamente el canon interpretativo tradicional. Maravillosamente bien, la verdad. Y así ha llegado a la semifinal, lo que ya es un enorme logro. Es cierto que al menos ahí habría podido haber cambiado de marcha, tal vez dejando anonadado el público con algunas de sus proezas y así poniendo sobre la mesa el ya trilladísimo problema de hasta qué punto una obra sigue siendo esa obra o no. ¿Qué habría pasado, en ese caso? El jurado, desde luego, se habría encontrado en un aprieto y probablemente habría determinado que eso no es aceptable por eso “no es Chopin”, quién sabe si con discrepancias llamativas y portazos como los que se dieron en 1980 con Ivo Pogorelich. En cualquier caso, habría sido el evento central de esta edición: nadie se habría escapado del pronunciarse al respecto. Pero no lo ha hecho. Y la consecuencia es que, una vez empezada la final con orquesta, todos los comentarios se han concentrado en los premios y ya casi nadie parecía acordarse de Sumino.

Ahora bien: el tema de la fidelidad al texto es doblemente interesante porque la presidenta del jurado, Katarzyna Popowa-Zydroń, insistió con firmeza, tras la final, en que no premiaron simplemente a “los mejores pianistas”, en abstracto, sino a los más “chopinianos”. Maravillosa afirmación. Pues resulta que Chopin era el primero que animaba a sus alumnos a ornamentar el cantable. Y amaba los pianos sin doble escape. Y detestaba el fortissimo atronador. Y era muy pulcro con el pedal. Y estaba a gusto en la intimidad de los pequeños auditorios. Pues nada de esto ha premiado este jurado. El fortissimo ha triunfado, las dinámicas propias del piano moderno se han explotado hasta el extremo y el pedal sincopado ha sido la norma, generando sonoridades inimaginables en 1840. Porque esa forma “chopiniana” de tocar no tiene que ver con lo que hacía Chopin, sino con el Chopin que ha creado la tradición con el paso de las generaciones. Y que seguimos creando y recreando, con mayor o menor imaginación, hoy en día. Por ello es interesante seguir un concurso como éste: porque nos da el pulso de lo que está sucediendo, no sólo entre quienes evalúan encarnando esa misma tradición, sino también entre las jóvenes generaciones que están recibiendo ahora mismo ese legado y van a encargarse de transmitirlo.

La propia fidelidad al texto es en realidad la fidelidad a una tradición que ese texto ha decido convertirlo en música de una determinada manera. Entiendo perfectamente la voluntad de Cateen de jugar con las reglas de la tradición, aunque sea una vez en su vida. Y si hubiera ganado, habría sido una validación excepcional de su maestría, que a su vez le habría permitido desplegar su propia música en escenarios para él menos accesibles. Pero un juego implica un riesgo, y él decidió en libertad qué jugada hacer. Tenía otras opciones, y ha optado por la más conservadora, la más mimética con la tradición. Él, que es realmente prodigioso modificando el texto y transitando entre códigos musicales diferentes, no ha hecho ni siquiera un tímido intento de añadir ornamentos en un nocturno. Más ha hecho J J Jun Li Bui, de cuyas habilidades improvisadoras y compositivas no sé nada, pero que sí ha dejado caer algún que otro añadido en sus (por mi gusto maravillosas) Mazurkas op. 24. Y que, mira por dónde, sí ha pasado a la final. No (sólo) por eso, quizás, pero el resultado ahí está.

Hayato Sumino (o Cateen, según queramos llamarlo) no ha sido el único en llegar al concurso desde un lugar que convierte su participación en algo nunca visto antes. Y aunque la jugada habría sido más redonda si hubiera alcanzado esa ansiada final, la visibilidad ante el público clásico internacional y también la validación moral de la academia se las ha ganado con pleno mérito. Quién sí ha llegado a la final, y llevándose finalmente un segundo premio, es otro japonés que voy a seguir muy de cerca en el futuro: Kyohei Sorita. Maravilloso pianista, francamente, y que varias cábalas dieron todo el tiempo como posible ganador. Debe de haber gustado mucho al jurado en las dos primeras pruebas si ha llegado a la final a pesar de una tercera prueba que en todos los sentidos no estuvo a la altura de las dos anteriores, tanto que su propia expresión facial manifestaba un claro y comprensible malestar.

La cuestión es que también en su caso, como en el de Cateen, el concurso no parece ser tanto una forma de “darse a conocer” como la plataforma desde la cual la tradición diga de él: “lo que haces es válido”. Porque también Kyohei Sorita tiene ya una carrera, que lucha a pulso como empresario de sí mismo. Organiza sus conciertos, con su propia compañía y orquesta propia, con la que ha grabado, para entendernos, el Tercero de Rachmaninov, y durante el confinamiento de 2020 consiguió que sus conciertos de pago en Youtube fueran de los más seguidos de la red. De nuevo, todo muy merecido, porque Sorita —que tiene un perfil de intérprete más “clásico” que Cateen y ya se acerca a los 30 años— es un magnífico músico, además de ser una persona emprendedora, con ideas y mucha iniciativa. Pero a eso se une un detalle interesantísimo: la preparación de este concurso la ha hecho bajo la guía de Piotr Paleczny, que mira por dónde estaba sentado en el jurado (donde no era ni mucho menos el único que tenía alumnado compitiendo: 7 de los 12 finalistas tenían relación con miembros del jurado).

Podríamos pensar que a su edad y con su currículum Sorita ha ido literalmente a “comprar” el concurso. Yo prefiero verlo de otro modo: ha planificado el concurso meticulosamente, yendo a que le explicaran punto por punto de qué está hecha esa tradición que este concurso encarna más que cualquier otro. A conocer esa tradición polaca de entender a Chopin de la que Paleczny es hoy el máximo representante y, más en general, a comprender en detalle lo que se aprecia y lo que se castiga en este concurso que nadie conoce tan bien como él.

Porque, tengámoslo bien claro, el Concurso Chopin no está para buscar figuras extraordinarias que toquen de un modo excepcional, sino para celebrar la tradición. Siempre ha sido así y no hay señales de que la cosa vaya a cambiar. Que después haya margen para que quien consiga el primer premio sea también una personalidad única, esto puede ser. Pero lo que se exige de ella es, de entrada, que no rompa con un molde antiguo y consolidado. Lo que no quiere decir que estemos asistiendo a un viaje en el tiempo, como si lo que escuchamos online estos días habríamos podido verlo tal cual hace 40 años, y no sólo porque hace 40 años no habríamos podido seguir un concurso por internet: tampoco habríamos asistido a una retransmisión tan deseosa de acercar esta música al gran público, ni se habría dado tanto peso a la dimensión humana de cara participante, con entrevistas, videos previos desde sus casas, y otro material análogo. Pero ¿qué música NO habríamos escuchado, hace 40 años y que en cambio estamos escuchando hoy? Aquí la cosa se complica, porque el canon se ha movido poquísimo, y las novedades, en un fortín de la tradición como es este concurso, parecen no tener mucho espacio. Y efectivamente hay que buscarlas entre líneas, en detalles mínimos y mucho menos evidentes de aquello que mientras tanto está sucediendo en los escenarios allá donde la escena clásica sí apuesta fuerte por la experimentación. Las hay y de ellas hablaré a continuación. Pero me temo que lo más interesante de todo es que globalmente seguimos escuchando a tanta, tantísima gente que toca maravillosamente bien siguiendo sumisamente un guion que es el mismo que escribió la generación de Artur Rubinstein.

Justo de aquí hay que partir: tanto en lo que a repertorio se refiere como si hablamos de la forma de tocarlo, la manera de presentarse ante el público, el uso de la agógica y de la dinámica, el manejo del pedal y tantos otros aspectos, lo que hemos escuchado estos días se movía dentro de una horquilla que deja poquísimo margen de acción. Lo que sí podemos apreciar es cómo se está jugando dentro de ese angosto campo de juego en que hemos encerrado la interpretación.

Ahora bien: insisto en que aquí hablamos justamente de “lo que hemos escuchado estos días”. Lo que no coincide, ni mucho menos, con “lo que el jurado ha escuchado estos días” (y el público presente en la sala, de paso). Porque una cosa es seguir el concurso por internet, y otra muy distinta es estar escuchándolo en directo. Distinta es la experiencia, distinto es el nivel de concentración y distinta —enormemente distinta— es la información que procesamos durante la escucha. En internet el sonido llega acompañado de unas imágenes cargadas de primeros planos, que magnifican el impacto emotivo de las expresiones faciales y evidencian detalles de la movilidad de la mano que en sala están supeditados a la percepción total de la figura. Y la mayoría de las personas escuchan el concierto leyendo en paralelo un chat que ha sido siempre muy activo y condiciona enormemente nuestra percepción. Pero sobre todo es el sonido el que es totalmente distinto, incluso si escuchamos (cosa más bien minoritaria) con unos auriculares de buena calidad y en relativo silencio, en lugar de hacerlo directamente del pequeño altavoz de un teléfono celular. Para poderse escuchar bien por internet el sonido necesita mucha compresión, condicionando profundamente las diferencias tímbricas y los contrastes dinámicos. En las dos primeras pruebas de este concurso, imagino que con el objetivo de preservar cierta fidelidad, la compresión era menor, pero a cambio había activo un limitador infernal que bajaba de golpe los picos dinámicos. El problema se corrigió en los días siguientes y no lo noté para nada en la final, pero esto da la idea de hasta qué punto las dinámicas que apreciamos son el producto de cómo la señal captada en sala se transforma hasta llegar a nuestros oídos. Si a ello añadimos que la propia percepción del sonido está condicionada directamente por los restantes estímulos que nuestro cuerpo procesa, no es equivocado decir que, desde casa, estamos escuchando otro sonido no sólo debido al audio, sino al propio video, y a las múltiples variables que condicionan la naturaleza de una experiencia que demasiadas veces pensamos como únicamente sonora e idealmente análoga a lo que viviríamos si no estuviera mediando la grabación.

Tengo la sensación de que este problema está detrás de algunas de las más aparentemente inexplicables decisiones del jurado, en positivo y en negativo, pero no puedo tener ninguna certeza de ello. La sonoridad impalpable de Chelsea Guo, por ejemplo, sonaba magníficamente en internet. Seguí con especial interés el caso de esta mujer porque en su disco chopiniano publicado al inicio de este 2021, además de tocar, ella canta, autoacompañándose al piano en algunas piezas breves: una práctica decimonónica que es ahí una simple anécdota pero habría sido todo un evento en un eventual concierto de premiación. A Chelsea, en cambio, la eliminaron en la primera prueba, a pesar de que su Nocturno op. 62 nº 2 me pareció maravilloso, y toda su prueba fue convincente (más que otras que sí pasaron a la siguiente ronda), aunque no consiguió disimular cierto comprensible nerviosismo. Fue convincente tanto en lo musical (empezando por el hecho de que en su cantabile sí se nota su experiencia vocal) como en la excelente actitud corporal. Pero eso es lo que escuchamos y vimos desde casa. No descartaría en absoluto que en vivo ese sonido se volviera tan etéreo como para diluir el encanto y mostrarse incapaz de llenar la sala entera.

Por otra parte, quienes sí tienen un sonido grande y potente puede que no hayan sonado tan bien en redes como lo hicieron en sala, y entre ellos el propio Martín García García, que francamente no pareció brillar tanto como nos hubiera gustado en las tres primeras pruebas y sin embargo en la final soltó un Concierto Op. 21 que sonó magníficamente en todos los sentidos. De hecho, tantísimas personas que seguían el evento por internet, que no le habían escuchado nunca antes de este concurso y tenían el único referente de esas tres pruebas tal como se escucharon desde la distancia, no escondieron su sorpresa ante todo lo que nos regaló en la final.

Es cierto: parecía otro pianista. Y la verdad es que todo lo que no le ayudaba en las pruebas a solo (no sólo el sonido probablemente excesivamente grande para ser captado de ese modo, sino también esas muecas que tanto le caracterizan y que los primeros planos agigantaban, pasando por las diversas imprecisiones que una toma de sonido tan directa magnificaban) dejó paso en la final a un despliegue de gran pianismo que aquí se apreció mucho mejor, gracias a unas cámaras más alejadas y una toma de sonido pensada para cubrir el conjunto del escenario y el tutti de la orquesta. Y tengo la sensación que otro tanto ha pasado con Eva Gevorgyan, que tampoco pareció brillar en las pruebas a solo tanto como era de esperar y luego parecía dominar fabulosamente la situación en la final desde la altura de un pianismo que hasta entonces no habíamos podido apreciar.

Por supuesto, Martín tocó maravillosamente bien en la final; tuvo un buen día y probablemente por fin entró de lleno en el ambiente de este concurso, lo que en su caso no es tan obvio considerando que, frente a candidatos que llevan años preparando exclusivamente este concurso, él se ha pasado los últimos dos meses manejando el repertorio colosal necesario para abordar en pocas semanas otros de los grandes concursos internacionales, el de Cleveland (que ganó) y el Liszt de Budapest. Pero cuando escuchamos el sonido grabado o retransmitido no estamos escuchando lo que allá suena, sino algo que únicamente se le parece, y puede que ni siquiera tanto. Por eso a Martín hay que ir a verle en vivo. Y a cualquiera que haya despertado nuestro interés. O disfrutar de lo grabado, pero sin autoconvencernos de que estamos escuchando lo que hubiéramos escuchado teniendo a esa persona delante. Porque no es así.

Los concursos en internet son fascinantes, pero si siempre es cierto que la percepción del jurado es bien distinta de la de cualquier oyente, lo es mil veces más cuando lo que escuchamos está tan condicionado por un medio donde todo, desde lo que vemos a lo que oímos pasando por nuestra propia forma de vivirlo todo, es tan increíblemente diferente. Algo que, naturalmente, se aplica también a cualquier ocasión de escucha, independientemente de la emoción agridulce de la competición.

Pero la competición hace que toda la perspectiva cambie, creando una dimensión propia que, por otra parte, se parece poco al día a día de la vida concertística. La cantidad de primeros premios que luego NO hacen carrera se explica en buena medida por la especificidad del formato tradicional de concurso, pensado para premiar una forma de proponer la música que poco tiene que ver con la realidad del concierto. Aquí escuchamos una interpretación tras otra, a menudo repitiendo obras, una y otra vez, varias veces en una misma tarde. En un concierto esto no sucede, ni el público escucha a alguien con la referencia auditiva de otra persona tocando en esa misma sala justo un minuto antes. Y en este concurso, además, la inmersión en la música de Chopin crea una realidad cognitiva propia, donde la elección de las obras actúa de un modo distinto incluso con respecto a otros concursos internacionales. Lo que, por otra parte, permite apreciar de manera especial la originalidad de ciertas propuestas y, a la vez, la resistencia de una tradición basada en primer lugar en la continuidad.

Fijémonos un momento en el repertorio. Todo Chopin, evidentemente: en este concurso no se escucha otra cosa. Pero Chopin no ha escrito sólo baladas, scherzos, polonesas, nocturnos y otras obras conocidas: ha compuesto muchas otras piezas que incluso publicó con número de opus, dándole con ello todo el relieve que luego la posteridad no ha querido darle. Y en esta edición es evidente que, aquí y allá, ha habido cierta voluntad de rescatar un repertorio no tan convencional.

Hemos escuchado puntualmente piezas que es realmente raro ver en los escenarios y aún más en los concursos, como las Variaciones op. 12, el Largo KK IVb/5, la versión a piano solo de las Variaciones op. 2, o el Rondó à la Mazur op. 1. Y hemos escuchado un número sorprendente de veces el otro Rondó à la Mazur, el maravilloso op. 5. Tantas han sido que no me extrañaría que próximamente veamos esta obra mucho más a menudo en los conservatorios y en los programas de concierto. De hecho, creo que se ha escuchado más veces esta obra en esta sala en estas tres semanas que en cualquier sala de concierto del mundo a lo largo del último siglo, y más de una vez de un modo realmente maravilloso. Aquí yo me quedo sin duda con el ya citado Sorita pero no fue la suya la única interpretación destacada de esta pieza deliciosa. Ahora bien: si para algunas obras ha habido una visibilidad insólita, otras permanecen en el olvido: el Allegro de Concierto op. 46 sigue sin interesar a nadie, y lo mismo la Sonata op. 4.

El catálogo de Chopin, es cierto, es el que es: por mucho que busques, acabas por caer una y otra vez en las mismas piezas. Podríamos ser más originales a veces, y es esperanzador que se rescaten páginas no tan interpretadas, pero el margen es pequeño, y el resultado salta a la vista: las mismas obras interpretadas una y otra vez por docenas de concursantes. Y aquí viene el punto que más me interesa. No sé si le pasa a otra gente, pero a mí escuchar 35 veces la Barcarola en el arco de pocos días se me hace realmente pesado, por muy maravillosa que me parezca la obra. Y se me hace tan pesada la escucha porque se trata de escucharla 35 veces prácticamente a la misma velocidad, con dinámicas enormemente parecidas, una agógica que responde siempre al mismo patrón, el pedal cambiado exactamente en los mismos sitios (y ni una vez que coincida con las indicaciones de Chopin, por cierto). Si a cada interpretación descubriera matices desconocidos, todo cambiaría. Pero no es lo que sucede, y en este concurso menos que nunca.

El caso extremo ha sido precisamente la final con orquesta, donde 9 de los 12 candidatos han presentado el mismo Concierto op. 11. El primer día, directamente, 4 de 4. Es cierto que escuchar la misma obra tocada prácticamente al mismo tempo y dentro de un mismo marco estético global permite que la atención se concentre inevitablemente en la pulcritud del acabado, consiente apreciar determinados detalles y evidencia la capacidad de generar un ambiente de diálogo con la orquesta y el director. En un concurso, esto tiene su interés. Pero hablamos de detalles, especialmente cuando de “calidad” de la interpretación se trata. Con un margen de movimiento tan angosto, identificar una “idea”, una propuesta propia, cuesta enormemente.

El caso de este Primer Concierto es especialmente interesante porque entre sus primeras grabaciones hallamos muestras perfectas de qué quería decir ser intérprete antes de ese filtro neoclásico del aún que nos cuesta deshacernos. Las grabaciones históricas de Moriz Rosenthal y de Josef Hofmann, ambas realizadas en la década de 1930, me parecen ejemplos paradigmáticos de lo que representa defender una idea fuerte y definida de una obra. El primer tiempo se convierte con Rosenthal en una ópera en miniatura, con sus recitativos y sus arias, sus interludios orquestales y sus golpes de escena. El tempo cambia continuamente, pero de forma modular, por secciones, como cambian los números de un acto de una ópera. Nada de ello encontramos en Hofmann, ese movimiento lo toca a un tempo esencialmente constante y muy rápido: lo que antes era una ópera se convierte en una danza, un único colosal vals, casi una antesala de la Burleske de Strauss. La acentuación lo aglutina todo, y dentro de ese pulso constante hallamos la variedad de caracteres, como si fuera una versión agigantada de los grandes valses op. 18, el 34 nº 1 y 42. Sin cambiar el texto, la obra se vuelve completamente otra cosa al cambiar de intérprete.

En la primera velada de la final hemos escuchado a Kyohei Sorita tocar fabulosamente bien este concierto: maduro y muy curtido en el diálogo con la orquesta, era un placer ver con qué arrojo dominaba la situación; la propia orquesta estaba tocando mucho mejor con él que con el resto de concursantes y le ha permitido entregarse a sus preciosismos decorativos sin perder nunca el hilo del discurso. Y hemos escuchado a Hao Rao, que a los 17 años ha mostrado una solvencia que la mayoría del jurado llamado a evaluarlo estoy seguro que no ha tenido en ningún momento de su existencia. Y a Leonora Armellini, siempre con el canto como seña de identidad, capaz de dar un sentido expresivo hasta al más mecánico de los arpegios. Y a Kamil Pacholec, que si no fuera polaco probablemente no habría estado ahí, pero ha mantenido altísimo el nivel medio de primer cuarteto de concursantes. Francamente, entre los cuatro las diferencias había que mirarlas muy entre líneas. No hemos visto ni remotamente una diferencia estética comparable con aquella que separa Hofmann de Rosenthal. Y me llamó la atención ver en el chat de la retransmisión en directo las afirmaciones contundentes de quienes estaban totalmente convencidos (aquí sí uso el masculino, porque suelen ser un buen 98% hombres quienes hablan así) de la absoluta superioridad de uno sobre otro, pero no se ponían de acuerdo acerca de quién era “uno” y ese “otro”. Sorita se ha llevado la mayoría de los comentarios positivos, es cierto. Pero el punto es la contundencia con la que una interpretación les parecía tan extraordinariamente superior a cualquier otro. Pues yo debo de saber poco de piano, porque esa absoluta superioridad no se la veo. Como no consigo ver tan absoluto el supuesto desastre que una parte importante de los comentaristas ha visto en la prueba de hoy de J J Jun Li Bui (otra vez el primer concierto), que es cierto que parecía un poco acelerado en el último movimiento, pero también por ello podía resultar electrizante. Y si ha gustado tanto el siguiente Segundo Concierto de Alexander Gadjiev, ¿no será en gran medida porque era otra obra, después de tanto empacho de ese Op. 11? Aunque es cierto que en el segundo movimiento Gadjiev ha tocado de un modo muy interesante, con pasajes realmente llamativos. Eso sí: varias notas falsas, y algunas muy evidentes. Pero ¿es esto tan grave? Hemos oído muchas notas falsas en concursantes que sí han pasado sus pruebas, y el tan alabado Sorita tampoco es que haya sido impecable, como tampoco lo han sido Martín García y Liu, . ¿Y entonces? Las notas falsas, de por sí, claramente no son un problema, hoy en día. Tal vez lo hayan sido en la época de Zimerman. Hoy, desde luego, no. Y está muy bien que así sea. De hecho, si lo fueran, muchas de las personas que han llegado a la final no lo hubieran conseguido, porque perfectas, sus primeras pruebas, no lo fueron.

Ahora bien: si las notas falsas no lo son todo y el repertorio es en su mayoría tan canónico, el margen es realmente pequeño. Si, además, no lo aprovechamos, queda muy poco. Y en ese poco nos movemos. Dentro de este “poco”, y en medio de muchísimas decisiones que siguen a rajatabla el modelo de las grandes figuras de la discografía, sí ha habido tres tendencias, estos días, que me parecen relevantes. Tres aspectos que han sido comunes a un número considerable de concursantes y que de ningún modo habríamos oído por igual hace medio siglo. Repito: hay que buscarlas entre líneas, pero las hay, y forman parte de lo que también vamos oyendo en los escenarios, dentro de este paradigma interpretativo que no parecemos querer cambiar.

  1. La asincronía entre las manos. Y en ambas direcciones: no sólo retardando la línea superior sino también, con frecuencia, adelantándola con respeto al bajo o a ciertas voces internas. Ya se llegue a él desde la familiaridad con la música antigua o desde la creciente fascinación por las grabaciones históricas o simplemente por un relajarse un poco tras tanta rigurosa sincronía, el caso es que este camino está ya muy consolidado, en los escenarios y estas semanas lo hemos visto constantemente. No en todo el mundo, pero en multitud de situaciones y entre manos muy diversas. Ahora bien: permitirse no tocar simultáneamente aquello que en la partitura sí está escrito en vertical no quiere decir que esa asincronía responda a un criterio claro. Y esto también me ha parecido evidente, especialmente en los casos más extremos.
  2. Un rubato cada vez más omnipresente y a menudo capaz de arrastrar con cualquier continuidad de pulso. De nuevo, no es una excentricidad de alguna figura de última hora ni una deriva propia de estudiantes sin dirección: es una realidad que se está adueñando de los escenarios, incluso con fuguras muy aclamadas. El concurso viene más bien a ratificar una tendencia, más que a aportar algo nuevo. De hecho, no parece haber sido un problema a la hora de seleccionar quienes pasaban a las siguientes rondas.
  3. La tendencia hacia una sonoridad mórbida que coquetea con el postminimalismo y cierto jazz soft. Un número sorprendente de propuestas (que no todas, por supuesto) apuntaban claramente en esa dirección, especialmente a la hora de moldear las líneas melódicas. El modelo vocal a menudo no parece ser ya el canto lírico (tal alejado de la experiencia diaria de esta generación, de hecho) sino la vocalidad de la música pop, con esos finales de frases tan matizados hasta perderse en el silencio y una sonoridad global que no tiene problemas en desembocar en un aire a piano bar.

¿Es este el mundo que nos espera? El puente hacia unos códigos propios de la música popular está claramente tendido. No digo que me guste: me limito a observarlo. Dentro de lo que oigo y que parece moverse en esa dirección hay cosas que sí me gustan y otras que no. Un poco como en todo el mundo que me rodea. Pero sí quiero entender adónde estamos yendo. Y aquí el impacto de lo que haya podido pensar este jurado es más bien anecdótico, porque este mundo lo vamos a hacer colectivamente. No hay autoridad que pueda parar un giro estético de toda una generación. Lo que me parece es que no se trata de un viraje, sino de un sutil cambio de trayectoria. Tan inocuo que ni siquiera escandaliza a la anterior generación. Apenas alguna cosa sí se va del camino marcado, las reacciones son claras. Georgijis Osokins no me gustó en ningún momento, pero es indudable que tenía una forma de tocar bastante original, estilística y biomecánicamente: ni siquiera llegó a la final a la que sí había llegado en 2015. Y los dos minutos probablemente más razonadamente alternativos de toda la competición de este año nos los ha regalado Eva Gevorgyan con el último movimiento de la Sonata op. 35. Pues de ella concretamente dijo Katarzyna Popowa-Zydroń que sí habían sopesado darle algún premio y que era una magnífica pianista, pero que su manera de tocar no era estilísticamente adecuada… Et volià.

El paso de Eva Gevorgyan por el concurso ha sido bastante irregular y es innegable que no haya mostrado todavía un aguante merecedor de uno de los primeros premios. Pero tampoco Kyohei Sorita y Martín García García hicieron un concurso homogéneo, y, en cambio, se llevaron premios importantes. La cuestión es que no debieron de poner nervioso al jurado en ningún momento. Sin duda debieron de gustar más en ciertos momentos que en otros, pero no debieron de bajar nunca debajo de esa línea roja que tiene que ver con el tocar en un estilo inaceptable. Lo que significa, en realidad, no distanciarse demasiado de lo que la tradición en este momento considera adecuado: de ese “verdadero Chopin” que ese jurado sí sabe tan bien cuál es.

Muchas personas, tras leer en Facebook mis largos posts sobre esta edición del concurso, me han pedido que comentara los resultados. Ahora bien, si lo pensamos bien, el veredicto, en un concurso como éste, tiene un impacto bastante relativo. A diferencia de lo que sucede en otra clase de competiciones, en los grandes concursos internacionales el resultado suele ser interesante esencialmente por dos razones: (1) porque efectivamente dará mucha visibilidad a quién se lleva el primer premio (y sólo en parte los otros premios, a mucha distancia) y (2) porque suele ser un reflejo de cómo la generación anterior valora lo que está haciendo un grupo selecto de pianistas cuya edad media suele estar en torno a los 25 años y que es, en todos los sentidos, la generación destinada a sustituirles. A partir de ahí, que el primer premio sea el que hace carrera o no, no está nada claro: en las últimes décadas son muchas las personas que han triunfado SIN ganar concursos importantes (Kissin, Volodos, Lang Lang y Yuja Wang, por citar solo algunos casos) y a otras que, si han ganado algo, han sido premios menores (Khatia Buniatishvili y Lucas Debargue, para citar tan sólo dos casos recientes). ¿Hará carrera Bruce Liu? Yo, francamente, lo dudo. Es posible que sí, por supuesto, y este primer premio le abre muchas puertas. Pero de ahí a construirse una carrera hay un trecho. Y Bruce Liu ha ganado porque las reglas del juego le han favorecido. En muchos concursos —y en éste en particular, debido a las normas de votación y las características de un jurado muy grande y con una importante representación de personas que no tienen una intensa carrera concertística internacional— no gana quien destaca, sino quien consigue molestar menos. Unas pocas notas muy bajas bastan para hundir la media, aunque otros miembros del jurado hayan dado a esa misma persona unas notas muy altas; siempre saldrá ganando quien haya conseguido que todo el jurado le dé una buena nota, aunque sin entusiasmar ni parecer el candidato ideal. Y con Bruce Liu supongo que haya sucedido precisamente esto: su manera de tocar no tiene nada de excepcional y sin embargo es sólida y proporcionada, perfecta para las expectativas de este concurso.

Liu ha sido la persona adecuada en el momento adecuado. Seguramente no ha generado estridencias entre el jurado y, si volvemos un momento la mirada hacia aquellas tres tendencias que destaqué antes, quizás haya sido el más conservador entre quienes se llevaron un premio. ¿Una casualidad? Quizás. Lo que es indudable es que es un pianista excelente, como ha demostrado durante las pruebas y ha ratificado durante el tour-de-force de los conciertos posteriores a la final, donde tocó el Concierto op. 11 cada día siempre con un aguante impecable, propio de un verdadero profesional. Un primer premio que no podría encajar mejor con la estética y la lógica de ese “reloj Chopin” serie limitada que patrocinó la competición. Que no es un Rolex ni lo intenta: es otra cosa. Es el Estudio “revolucionario” hecha producto de lujo. Es la fragilidad de Chopin convertida en performance de alta precisión. Lo que tiene mucho mérito, porque no es nada fácil llegar a eso, si eso es lo que quieres. De ahí que la manera de tocar de Bruce Liu sea tan interesante de observar:

  • Tiene un control mecánico muy consistente, aunque no es impecable (el último, espectacular fallo al empezar la escala conclusiva de la prueba final ha sido tan solo la más clamorosa de varias imprecisiones: simplemente más grave que otras porque ese re a todo volumen convertía el acorde de tónica final en una curiosa dominante de la subdominante, y ahí acabo el concierto…).
  • Toca de un modo flexible y nunca banal, con una agógica variada, una pedalización muy pulcra y muchos contrastes, pero sino ideas inconfundibles que permitan reconocer en él una personalidad fuera de lo común (y en más de un caso sus elecciones me dejaron bastante perplejo, como tocar como vals vienés el Vals op. 42, que justamente es el más francés de todos los grandes valses de Chopin; supongo que a nadie del jurado eso le pareció “fuera de estilo”).
  • Por supuesto no cambia ni una nota, ni se aleja jamás de la horquilla marcada por la tradición en lo que a uso del pedal, del tempo, de la articulación y de la dinámica se refiere.
  • Tiene un repertorio interesante y muy adecuado a su manera de tocar (pienso, en particular, en las Variaciones op. 2 y op. 12, que sin duda fueron un acierto en su programa y fue destacada por la crítica).
  • Es poliglota, agradable en el trato y perfecto en la imagen que proyecta dentro y fuera del escenario (pero sin un discurso que atrape ni menos aún la capacidad de generar titulares y captar el imaginario colectivo, como ha quedado patente en todas sus declaraciones tres el concurso).

¿Podríamos decir algo parecido de cualquier finalista de este concurso? Es probable que no en la misma medida. Liu ha sido sin duda el más equilibrado. Ha habido otra gente muy precisa, pero nadie impecable; otra gente musicalmente interesante pero apenas se salían de las expectativas de la tradición la censura del jurado caía sobre ellas; el repertorio dejaba poco margen y en cualquier caso nadie lo ha explotado a fondo; y en lo que a imagen y a discurso fuera del escenario la media de lo que hemos visto era bastante decepcionante y Liu ha sido siempre el más profesional ante las cámaras. De nuevo, con Cateen en la sala las cosas habrían sido distintas. Pero las cosas han ido como han ido.

En realidad, no sabemos bien “cómo han ido” en el sentido de que, mientras no se publiquen todas las votaciones (algo que sí pasó en la anterior edición), no sabremos qué notas dio cada jurado en cada prueba, solo podemos elucubrar acerca de qué condujo a ese resultado final. En el Concurso Chopin el sistema de votación acumulativo y el peso que tiene el voto secreto tres cada prueba hace que quien gana no siempre es el que la mayoría del jurado quería que ganara: es quien suma la mejor media en todas las pruebas. De ahí que no se entiendan a menudo los resultados con solo escuchar la final. A esto se suma lo que sucede en todos los concursos: que ser quien toca en último lugar, especialmente en la final, siempre es ventajoso (y aquí se ha confirmado: Bruce Liu fue el último del último día) y que, en cambio, es fácil que en las primeres pruebas, si hay un número muy elevado de participantes, la votación sea bastante aleatoria. Que no haya pasado la primera prueba Zitong Wang, por ejemplo, es efectivamente sorprendente, y más considerando que también ella, como el flamante ganador, se presentó como alumna de Dang Thai Son. Escuchada desde casa fue sin duda una de las mejores primeras pruebas de todo el concurso. Pero… ¿cómo se escuchó en sala? ¿A qué hora tocó? ¿Quién la precedió? Y también: ¿sabia bien cada miembro del jurado a qué Wang votaba, cuando votaba? Porque había seis. Tal cual: 6. Seis Wang en la misma competición. Sobre un total de 87 personas que fueron admitidas a la primera prueba, que ya es un disparate. Por mucho que intentes votar con justícia, tu perspectiva no es la misma al principio que cuando llevas cinco días escuchando 86 primeras pruebas, todas con un programa muy parecido y todas con un nivel mínimo muy elevado.

Esta realidad debemos recordarla bien cuando, tras seguir por internet una u otra prueba, quizás ni siquiera de forma completa, nos parece “injusto” el veredicto del jurado. La perspectiva del jurado es otra. No quiero excusar a nadie: solo digo que es otra cosa lo que están evaluando. Ya la escucha de TODAS las pruebas nos daría otra visión. La escucha de esas mismas pruebas en la concentración de una sala de concierto, de nuevo cambiaría nuestra reacción. Y sería todavía diferente si, además, nos tocara dar una nota al final de cada interpretación y discutir de ellas quizás en presencia de quienes están enseñando día tras día a esa persona.

En sala, además, se percibe de otro modo la reacción del público, que este año el propio jurado ha reconocido haber sido importante a la hora de expresar sus valoraciones. Esta es quizás la dimensión que más conecta un concurso a un concierto, porque la capacidad de cautivar a la audiencia sí es la misma que cualquier pianista necesita día tras día en sus apariciones en público. La dimensión competitiva crea un espacio artificial, excepcional y ajeno a la atmósfera de un concierto, pero esa capacidad de comunicar (con el sonido y con el cuerpo) sí es la misma. Tanto que me pregunto hasta qué punto cada participante ha sido consciente de cuán importante es la información que ha transmitido con su cuerpo, con su forma de saludar, con sus sonrisas o sus gestos antes, durante y después de cada interpretación. Nadie gana o pierde un concurso SÓLO con eso, pero sí TAMBIÉN con eso. La unánime percepción de que Aimi Kobayashi acabó sin fuerzas la prueba final, por ejemplo, estoy seguro de que hubiera sido rádicalmente distinta si, al terminar, hubiera regalado al público una sonrisa y hubiera interactuado de otro modo en el escenario. Quizás es cierto que no le quedaban fuerzas, pero la realidad es que lo que vimos  hizo pensar inmediatamente a un agotamiento que yo no conseguí percibir de forma tan evidente en su sonido. Sin embargo, al acabar, la percepción de que había sido una mala prueba fue unánime tanto en los comentarios en redes como en la sala, por parte de un público que la quiere desde cuando era una niña (la hemos visto literalmente crecer en internet: ¿se acuerdan de cómo tocaba con 4 años?) y que la apreció tanto durante la edición de 2015. cuando también alcanzó la final. Y no ha sido el suyo el único caso. De hecho, cualquier intérprete está transmitiendo información constantemente, no sólo con sus notas. En un concurso, donde la comparación es tan directa y las diferencias entre una interpretación y otra son tan sutiles, estos factores pueden resultar decisivos, nos guste o no.

Y en medio de todo esto estuvo, este año, el tema de las marcas de los pianos, que nunca antes habían sido tan diversas y tan presentes en la dinámica del concurso. Con un desenlace en sí mismo sorprendente: el 1º, el 3º y el 5º premio tocaron Fazioli. Un 278, no el inigualable 308. Ahora bien, incluso escuchado con internet de alta velocidad y unos más que aceptables auriculares Sennheizer QuietConfort 35 II, ese piano, francamente, no parecía sonar muy bien. Me gustó infinitamente más el Steinway usado por Sorita y Kobayashi: un sonido rico, flexible y sorprendentemente variado. Y el Shigeru de Gadjiev: más homogéneo, sí, pero muy atractivo. Sin embargo, ¿fue ese el sonido que se escuchó en sala? ¿No será que precisamente el Fazioli sonó más nítido, más potente y más penetrante justo allá donde estaba sentado el jurado (al fondo de la sala, por cierto, y no en la fila 5)? Puede que esa potencia fuera justamente lo que dificultaba que la señal se captara en redes en toda su riqueza y que la transmisión del sonido a distancia resaltara, en cambio, las cualidades del Steinway. Si así fuera, ese plus de intensidad y nitidez del Fazioli debió de resultar muy fascinante en sala. No puedo saber cuánto hay de cierto en esta suposición porque no he estado ahí. Me quedo con la duda y me reservo el juicio.

Me reservo el juicio a la espera de escuchar en vivo a quienes hemos escuchado tanto en redes estas semanas. Pero no a todo el mundo por igual. Empezando por el ganador. Bruce Liu, en el fondo, no me ha interesado: me ha parecido un excelente pianista que no siento la necesidad de oír en directo mientras no me prometa algo más. Sorita sí. Gadjiev también, pero sobre todo de aquí a unos años, cuando empiece a llevar al escenario el resultado del interés por la improvisación que ha manifestado en sus declaraciones. Quiero ver cómo suena en un auditorio el piano de Martín García García, y sobre todo qué trayectoria tendrá su carrera tras el atracón de ese concurso de Cleveland y este premio en Varsovia, con ese repertorio inmenso que tiene y que necesitará para enfrentarse a los muchos retos que le esperan. Y veremos qué sucederá con quienes se plantaron en la final con 17 años: Hao Rao, muy niño aún pero solidísimo; Eva Gevorgyan, irregular en este concurso pero con un potencial inmenso; y ese JJ Jun Li Bui que en las pruebas solistas fue realmente prometedor. Pero también veremos qué sucederá con otra gente, premiada y no. Un concurso como éste, retransmitido online y tan conocido, se vuelve un escaparate, donde el premio es sólo la guinda del pastel. Y para quienes queremos comprender los caminos de la historia de la interpretación es un espacio privilegiado no solo para apreciar a quienes tocan sino para valorar implícitamente el criterio de quienes evalúan y también, por qué no, para intentar comprender cómo fluctúa la percepción de quienes escuchamos esa música desde casa.

Yo lo tengo claro: llevo desde que acabó el concurso escuchando a Sorita, todo el tiempo. En Spotify tiene más de 10 horas de música grabada, y ha sido un sucederse de sorpresas, la mayoría de ellas muy agradables. Sin el Concurso Chopin, a saber cuándo y cómo habría llegado hasta él. Pero que no cunda el pánico: de él y de todo lo que he encontrado en esas grabaciones no voy a hablar hoy. Otro día será.

Escrito por Luca Chiantore, 28 de junio de 2019

Alexandre Kantorow acaba de ganar el primer premio del Concurso Tchaikovsky. Y aunque no he seguido todas las pruebas con continuidad, sí creo haber entendido algunas cosas de lo que ha pasado en Moscú.

Kantorow toca muy bien. Pero también tocaban bien —muy bien— otros finalistas. Todos, de hecho. Las diferencias, este año, eran especialmente pequeñas. No había ningún outsider como lo fue Lucas Debargue en 2015, ni claros bajones de calidad, tanto es así que para buscar algo que comentar las redes sociales se entretuvieron con el desgraciado error de programación que afectó a An Tianxu, quien se vio obligado a tocar los conciertos previstos pero en orden inverso. An Tianxu se negó a repetir la prueba, tal como se le ofreció, y, al haber sido eliminadas previamente algunas figuras más mediáticas como Malofeev, le dejó la final en bandeja a Kantorow. Pero esta victoria es, en mi opinión, un reflejo de una estrategia perfecta que, en mi opinión, merece un comentario.

Kantorow ha ganado, en primer lugar, por lo que ha tocado, aún más que por cómo ha tocado. De esto estoy totalmente seguro, aun sin haber hablado con nadie del jurado. Y lo que ha tocado es un programa que poco o nada tiene que ver con el clásico “programa de concurso”. Lo ha tocado bien, pero, si nos ponemos exquisitos, ha habido concursantes que han fallado incluso algunas notas menos que él. La cuestión es que si fallas un par de notas en el Segundo Concierto de Tchaikovsky, en un concurso donde los otros seis finalistas (¡6!) tocan el Primer Concierto de Tchaikovsky, lo que pierdes no es nada con respecto a lo que ganas.

El Segundo Concierto de Tchaikovsky es un obra difícil que funcione en una sala de concierto; no es casual que el único pianista de fama mundial que haya creído en ella fuera Emil Gilels. Pero es una pieza ideal para este concurso. Este y no cualquier otro concurso, porque en éste hay que tocar obligatoriamente un concierto de Tchaikovsky (junto a otro de otro compositor) y casi todo el mundo toca el Primero. Además, al pensar en el Segundo pensamos enseguida en Gilels, músico muy ligado a ese concurso y cuya memoria está extremadamente viva todavía. Sin olvidar que tiene algunos momentos que suenan muy frescos si los tocas realmente bien, en particular el final de la cadencia del primer movimiento. Y que la orquesta, agotada ante tanto repetir el Primer Concierto, se acaba por involucrar inevitablemente más.

Por otra parte, como segundo concierto de la noche, Kantorow eligió el Segundo Concierto de Brahms, lo que comparado con tantos Terceros de Rachmaninov, Rapsodias sobre Temas de Paganini y Terceros de Prokofiev era, de entrada, la única obra de autor no ruso. Y significa desplazar la contienda a otro terreno, un poco con ese aire de: “no me valores por la cantidad de notas que hago sino por cuán buen músico que soy”. Lo que es ridículo, obviamente: como si no fuera necesario hacer música con Rachmaninov. Pero esos tópicos son una realidad. Y en el contexto de ese concurso se ha tratado de una jugada perfecta, especialmente este año en que no había anteriormente una prueba anterior con un concierto de Mozart.

No solo el programa de la final, sin embargo, era ideal: las dos pruebas anteriores, vistas en perspectiva, son el complemento de esta obra maestra que fue su repertorio.

La primera prueba era, claramente, para asegurar, aunque con un guiño clarísimo con la pieza breve de Tchaikovsky, donde la Meditation op. 72 nº 5, pieza que ya perteneció al repertorio de un icono del pianismo ruso como Sviatoslav Richter y hoy todavía defendida —mira por donde— por dos figuras como Yevgeni Kissin y Denis Matsuev, quien precisamente presidía el jurado este año. Esto entraña un riesgo, obviamente: como tu interpretación se aleje mucho de la suya, puedes tenerlo en contra. Pero como no sea así, va a haber seguro una empatía. A todo el mundo nos pasa: escuchar en una masterclass o en un concurso una obra poco tocada pero muy amada nos predispone positivamente, siempre. Por lo demás. máxima calidad, mínimo riesgo. Perfecta la elección del preludio y fuga, del estudio de Liszt, del estudio de Rachmaninov; nada de aventuras con peligrosos “clasicismos”.

El punto culminante de esta ingeniosísima hazaña que fue el programa de Kantorow presentó en la segunda prueba, donde había más libertad de elección. Y la elección fue, a decir poco, sorprendente. Mucho Brahms, y no del más escuchado: las dos Rapsodia op. 79 y la Sonata op 2 (creo que jamás he visto esa sucesión de obras en ningún programa de concurso), la Suite del Pájaro de fuego en la transcripción de Guido Agosti (completa, no sólo la “Danza infernal” que ahora se ha puesto tan de moda) y luego (¡para acabar!) el 6º Nocturno de Fauré. Parece un absurdo error de disposición, y no: fue perfecto. Porque el público acabó por aplaudir a rabiar al finalizar Stravinsky, de modo que esa maravillosa pieza de Fauré sonó a “éste es un bis; y como yo soy un poeta, y además soy francés, os regalo una pieza de mi tierra y cerramos la velada con un hermoso pianissimo”. ¿Se puede imaginar algo más ingenioso, si lo que quieres es que te vean como un gran músico, y no como un mascador de notas?

Si a esto le unimos el aspecto especialmente desaliñado con el que Kantorow, en esa segunda prueba, salió a escena, la sensación que transmitía era un perfecto retrato del antidivo únicamente entregado a su música y no en alguien interesado en “gustar”, ya sea con su virtuosismo o con su imagen exterior. Es decir, exactamente lo contrario de lo que una parte esencial de los profesionales de la interpretación musical (de los que estaba compuesto el jurado) acusan el actual mercado de la música.

Finalmente —de esto también estoy seguro, pero creo que ha influido mucho menos de lo que podríamos imaginar, y en todo caso de modo indirecto— está la cuestión de que Kantorow es hijo de quien es: el fabuloso violinista Jean-Jacques Kantorow, ahora muy activo también como director. Me imagino acerca de esto los clásicos comentarios: “esto es una mafia, se lo reparten entre amigos, etc. etc.” Yo, en cambio, creo que éste no es el punto. Es que su padre perfectamente cuál es el mundo real de la interpretación actual. Sabe, de entrada, que hay muchas más posibilidades de que te compren por un “artista único” que por ser el mejor haciendo lo que hacen los demás. Y ahí está la elección inteligentísima del repertorio, la impecable puesta en escena e incluso, por qué no, el peinado ligeramente diferente en cada prueba, que en cada caso estaba en línea con el momento que ocupaba esa prueba en el conjunto del concurso.

Kantorow ha sido el justo ganador de una competición: sus jugadas han sido perfectas y se ha llevado el premio gordo. Uno (sólo uno) de los ingredientes era tocar bien. Y lo ha hecho. Ahora la competición se ha acabado. Le espera el resto. Si sabe ajustarse a las circunstancias tan bien cómo ha sabido ajustarse a éstas, es posible que tengamos pronto en él a un pianista de fama mundial. Pero ésa es otra competición, con otras reglas, así que habrá que ver cómo le va.

Escrito por Luca Chiantore, 1 de octubre de 2024

Acabo de ver No Fear, la película documental de Regina Schilling protagonizada por Igor Levit. Un largometraje documental enteramente centrado sobre este pianista que, como bien sabemos, ocupa un espacio propio en el panorama musical actual.

Levit toca muy bien y tiene un repertorio colosal, pero su popularidad no se basa únicamente en los méritos musicales. Ninguna carrera, en realidad, está basada únicamente en méritos musicales, ni hoy ni en el pasado. Con Levit, sin embargo, esto es especialmente evidente. Su gestión de la emergencia Covid fue un ejemplo clarísimo de ello, con aquellos 52 conciertos desde casa que generaron tanto seguimiento. Pero este largometraje marca un salto de calidad, en lo que exposición pública se refiere.

Se trata de dos horas exactas de película, con algunas filmaciones suyas tocando en vivo pero en gran medida dedicadas a verlo detrás de la escena, y no sólo ensayando, grabando o preparándose para salir al escenario, sino en acciones tan triviales como comprarse un par de zapatos o cocinar sin mucho arte en su casa, mientras habla en directo por videollamada (luciendo, eso sí, una camiseta que —mira por dónde— lleva impreso el lema “Love music, hate racism”).

Y aquí reside gran parte de la operación: descubrir al hombre detrás del artista. Con sus buenos sentimientos, por supuesto, pero sobre todo —y aquí reside lo nuevo— un hombre frágil, muy frágil. Las nuevas masculinidades encarnadas en uno de los máximos referentes del piano actual, una celebridad que habla reiteradamente de sus miedos y de sus inseguridades. En más de una ocasión, de hecho, se le nota cercano a la depresión, una palabra que él mismo utiliza. Impresiona. Y todo parece muy sincero. ¿Lo es? No lo sé. La impresión que da es que sí, pero no conozco a Igor Levit en persona como para tener una opinión fundamentada al respecto. Y lo digo desde el máximo respeto: hacia él, de entrada, pero también y sobre todo hacia quienes pueden encontrarse en esa misma situación. Es posible también que se trate de una forma de enfrentarse a esos miedos, lo que tiene mi máxima comprensión, y no tengo dudas de que el hecho de compartirlos públicamente puede ayudar a otras personas a sentirse acompañadas en esa dimensión tan humana.

Por otra parte, por muy suyas que sean sus reflexiones, el hecho de plasmarlas en un documental las convierte inevitablemente en un espectáculo, con todo lo que conlleva. Y es un espectáculo que quiere generar empatía. Todo el documental, en efecto, nos muestra al artista en gestos cotidianos que reconocemos por que nos resultan familiares, especialmente aquellos más ligados al uso del celular, ya sea el escuchar a través del altavoz del teléfono una música que se acaba de descubrir—Muddy Waters, concretamente, porque es bien sabido que un artista clásico hoy no se puede permitir no apreciar la (buena) música popular—o viéndole postear reiteradamente los momentos curiosos de su vida diaria. Y también el inevitable compromiso ecologista, que nos llega en forma de filmación vinculada, cómo no, a su presencia en redes: la actuación en pleno invierno, en streaming para Greenpeace, entre los árboles de la Dannenröder Wald a punto de ser talados.

Claro está que Igor Levit no es un artista cualquiera, sino alguien top top top, que toca más de cien conciertos al año, charla de tú a tú con el presidente de Alemania y es amigo íntimo de Marina Abramovic. Y es a la vez moderno, muy moderno: igual que lo aclaman con una “standing ovation” en el Concertgebouw, te lo puedes encontrar tocando la Appassionata en un directo de Tik-Tok. Con una imparable ristra de reacciones y comentarios, evidentemente, porque además es muy popular en redes. En realidad, la sospecha de que se trate de un montaje no te la quita nadie. Pero que lo fuera o no es irrelevante. Todo este documental es, de algún modo, un montaje de momentos pensados para dar cierta imagen de la persona, y esa persona vive de hacer música, de modo que en última instancia se está vendiendo al músico filmando su vida diaria. Es, en su conjunto, una performance.

Ahora bien, ¿no es todo lo que vemos en pantalla una performance? Estamos actuando todo el tiempo, posteando nuestro día a día, y cuando se trata de música esto es especialmente cierto, con ese narcisismo que nos lleva a compartir las salas donde tocamos o lo maravillosa que es nuestra vida dentro y fuera del escenario. Y es a la vez una forma de comunicar, de informar, de hacer partícipes al resto del mundo de lo que hacemos. Levit, con este documental, lo hace. Lo hace dando una cierta imagen de sí mismo, y es una imagen que vende. Vende e impacta. Impacta verle dudar tanto, incluso en plena sesión de grabación, con esa Passacaglia de Roland Stevenson literalmente montada frase a frase; impacta notar su confianza absoluta en su técnico de grabación y con ello descartar la idea del gran artista que no necesita a nadie porque sus decisiones no dependen más que de su genio; e impacta percibir de un modo tal explícito su necesitad de contacto físico, de besos y abrazos, y de poner a su persona en el centro de la historia. Por supuesto que es una performance. Por eso sabe llegarte tanto: porque convierte la experiencia ajena en emociones para ti, que la estás observando.

Escrito por Luca Chiantore (1 de julio de 2015)

Contra todo pronóstico, Dimitry Masleev ha ganado la Medalla de Oro en la edición 2015 del Concurso Chaikovsky. Muchos se preguntan por qué. Yo no, porque nunca hay un porqué en los resultados de los concursos: mi experiencia en jurados de concursos internacionales en tres continentes diferentes me ha hecho tocar con mano la evidencia de que evaluar colectivamente un mismo candidato puede generar resultados al límite de lo aleatorio. Pero sí es cierto que, en su conjunto, los concursos ilustran tendencias. De esto sí vale la pena hablar.

Una tendencia interesantísima, en este y otros concursos recientes, es la facilidad con la que se “perdonan” notas falsas, errores de memoria y otros detalles relacionados con el acabado. Hace treinta años, tocando como ha tocado, Dimitry Masleev no habría pasado la primera prueba de este concurso. No ha habido ni una sola pieza en la que no haya fallado un número considerable de notas; en el segundo tiempo de Les Adieux incluso tuvo un pequeño lapsus de memoria y en Wilde Jadg la falta de precisión y coordinación fue realmente llamativa. Los errores siguieron también en la segunda prueba, incluso en los pasajes más sencillos, y también, aunque en menor medida, en la final. En cambio, lo hemos visto -incrédulo, eso sí- con la medalla de oro al cuello. Lukas Geniusas, por ejemplo, es mucho más preciso que él, pero representa una manera de tocar austera y sólida, muy “años 70”; hoy se prefiere alguien que cuida más el sonido y el acabado de las frases, aunque no sea tan preciso. 

Otra evidencia es la importancia de pensar el concurso en perspectiva. Masleev empezó peor de cómo ha acabado. Esto es especialmente importante en un concurso como éste, donde los resultados de las diferentes pruebas no hacen media, pero no es sólo una cuestión numérica. Masleev empezó con una prueba modesta y acabó con un 3º de Prokofiev que a ratos fue muy brillante. Como ya recordé en anteriores posts, un concurso es una competición: si vas perdiendo 0-2 a mitad del partido y consigues ganar 3-2 (y si es con dos goles en tiempo de descuento, mejor) al final la copa te la llevas tú. Y esto es un poco lo que ha pasado aquí. Estoy seguro de que Masleev no fue quien tuvo la mejor puntuación ni en la primera ni en la segunda prueba. Sin embargo, ganó.

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Luca Chiantore, 1 de julio de 2015

En el momento de escribir estas líneas todavía no se conocen los resultados de las diferentes categorías del Concurso Chaikovsky, pero ya son muchas las cosas que se pueden comentar acerca de estas pruebas que gracias a Medici.tv hemos podido seguir tan bien en todo el mundo. Entre otras cosas, no sabemos si, como auguran muchos, George Li se alzará con la medalla de oro y con el primer premio en piano. En el fondo, no es muy importante. George Li hará carrera, gane o no este concurso o el Chopin que le espera en unos pocos meses. Ganar uno de estos dos concursos simplemente facilitaría el camino. Y lo que es seguro es que su paso por este concurso ha representados su puesta de largo ante los ojos de muchos.

Más allá de cómo toque este muchacho (y toca muy bien, no hay duda), es el fenómeno que representa lo que merece un post. No se me ocurre un ejemplo más claro de lo que puede ser el “producto perfecto” para un mundo como el de la música clásica, con patrones tan definidos y poca predisposición a la sorpresa, pero sí necesitada de entrar en conexión con un mundo contemporáneo que no siempre entiende y con el cual no mantiene una relación fácil. 

Para empezar, el nombre: George Li. Corto e imposible de olvidar. Un nombre ideal. Y un perfecto reflejo de ese gusto por lo mestizo que tanto nos fascina. Mitad chino, mitad estadounidense. En realidad, genéticamente es 100% chino, y administrativamente es 100% estadounidense, pero la imaginación funciona de otro modo, y para ella él representa un puente entre ese occidente donde la música clásica se ha fraguado y ese oriente en el que hoy viven más pianistas que en el resto del mundo. Además, está el tema de la estatura. No sé cuánto medirá, pero George Li es muy pequeño. Parece ideal para encarnar el anti-heroe, el tipo por el cual no apostarías y que, luego, te asombra por lo que es capaz de hacer. Y ésta es otra cualidad que hoy vende mucho. 

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Escrito por Luca Chiantore (junio de 2015)

5.000.000 de espectadores hasta el momento. Una enormidad. Se trata, en realidad, de 5.000.000 de conexiones, lo que no es exactamente lo mismo. Pero sigue siendo una barbaridad. Es la cifra que Medici.tv proclamaba, con legítimo orgullo, hace un par de días al comentar el éxito que está representando la retransmisión en directo y el streaming en diferido de las pruebas de la 15ª edición de Concurso Chaikovsky. Y la cifra no sorprende a quienes nos movemos en las redes sociales, al observar cuántos posts y comentarios están publicándose en relación con esta retransmisión. Bastaría ese número para poner en entredicho la idea de que la música clásica no interesa. Este concurso está interesando, y mucho. Y este blog puede ser un buen lugar para realizar algunas reflexiones al respecto.

La primera tiene que ver con el la calidad esa retransmisión y la agilidad de la página web que la aloja. Informaciones sobre los concursantes, los jurados, las pruebas… todo está allí, listo para una consulta ágil y sin trabas. Las páginas se cargan al instante. Si posteas, sabes qué imagen y qué texto aparecerá, sin sorpresas. Si te conectas fuera de hora, te sale una cuenta atrás ideal para generar más expectativa. Y el hashtag para Twitter, #TCH15, es perfecto: corto y fácil de memorizar. Todos los detalles se han cuidado pensando en el usuario digital, anteponiendo el manejo a otras prioridades (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucedió en 2010 con el Concurso Chopin). Además, el hecho de retransmitir simultáneamente los concursos de piano, violín, cello y canto, en lugar de dispersar la atención, crea sinergias y contribuye a que tantos estemos de algún modo involucrados en esto.

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Unos monos pianistas protagonizan un corto animado de seis minutos que está circulando por la red desde hace un tiempo. Un video simpático, muy bien hecho como todos los productos de la ESMA (Ecole Supérieure de Métiers Artistiques), que tiene los ingredientes ideales para ser compartido tranquilamente por todo el mundo, avalado por una moraleja que nos habla de espontaniedad, igualdad de oportunidades y necesidad de dejar atrás viejos sistemas de enseñanza. Todo muy políticamente correcto, y para quienes todavía no lo haya visto, aquí está el enlace. Sin embargo…

Como es habitual en los cortos de estas características (desde Disney y Looney Tunes en adelante hay una larga tradición en esta dirección), la clásica es asociada de entrada con el aburrimiento, y lo es especialmente en este caso: la practican seres sumisos y sin ideas, guiados por docentes insufribles. Hasta que te topas con el swing. Sí señor: un swing que va camino de cumplir un siglo. Moderno, simpático y sinónimo de libertad, según parece. Insisto: no es la primera vez que asistimos a una jugada de este tipo. Pero el asunto esta vez me ha llamado especialmente la atención y me surgen algunas preguntas. Dos, esencialmente.

La primera es evidente: ¿De verdad el mundo tiene esta impresión al vernos? ¿Realmente somos un poco así, más allá de los tintes caricaturescos que el cine suele darle? Porque si ésa es la imagen, quizás quienes nos miran desde fuera tengan parte de razón. Y deberíamos reflexionar un poco sobre esto. Las personalidades que destacan, desde luego, no son así. Al menos aquellas que yo conozco en persona. Pero cuando miro a cierto alumnado de conservatorio, ahí sí he visto, en más de una ocasión, esa sumisión, esa ausencia de chispa. Quizás sea la legítima proyección del temperamento individual. Pero es más que probable que ciertos sistemas de enseñanza no hayan ayudado a fomentar otras dinámicas y otra actitud hacia la música y hacia la vida. Tanto “mira bien lo que está escrito”; tanto “así no está bien”; tanto repertorio cuyo estudio se eterniza prolongándose durante meses; y poca lectura a primera vista, la improvisación más bien ausente, la música de cámara sentida (especialmente hablando de pianistas) como excepción y no como actividad habitual… Todo esto no ayuda, no.

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Escrito por Luca Chiantore (mayo de 2015)

¿En qué quedamos? ¿Lo radical es bueno o malo? El mismo día en que en España algunos políticos conservadores usan el término “radical” como si fuera la definición misma de aquello que pone en peligro nuestro futuro y nuestro sistema de vida, el músico que probablemente representa mejor el establishment actual de la música clásica, Daniel Barenboim, presenta al mundo un piano “radical”. Radical en el sentido de “radicalmente nuevo”: a radically new piano.

Barenboim piano detailEl anuncio es prometedor. Pero cuando te acercas ves enseguida que, comparado con cualquier instrumento de cola actual, el instrumento tiene una sola cosa realmente distinta: las cuerdas paralelas. Una “novedad” que el propio Barenboim presenta en realidad como una vuelta a lo antiguo: una vuelta a los instrumentos que, a mediados del siglo XIX, todavía no habían procedido al cruce de las cuerdas que es hoy habitual Se trata de un hecho interesante, viniendo de él, que nunca había mostrado ningún interés por los pianos históricos.

Quienes conocemos los instrumentos de aquella época sabemos bien que aquellas cuerdas paralelas, especialmente en un instrumento sin bastidor de hierro fundido de una única pieza, genera una veriedad tímbrica al que los instrumentos posteriores han renunciado. Los propios alumnos de los cursos de Musikeon han podido comprobar estas propiedades gracias al Pleyel de 1848 que conservamos en nuestra sede de Valencia. No sabemos en qué medida el instrumento ideado por Barenboim y construido por Chris Maene en colaboración con Steinway consiga recuperar aquella variedad tímbrica, pero ésa es la intención declarada del propio Barenboim, y sin duda será muy interesante escuchar en directo este nuevo instrumento. Un interesante video de la BBC nos muestra al propio Barenboim tocándolo, pero es imposible apreciar adecuadamente ese sonido: habrá que esperar.

Ahora bien: ¿es esa una apuesta “radical”? ¿Tan conservadora se ha vuelto la música clásica como para que un piano como éste pueda ser presentado como algo “rádicalmente nuevo”? Y la única respuesta es, muy probablemente: sí. Porque no se trata únicamente de marketing: es que efectivamente la homogeninización de los cánones clásicos es tal que cualquier paso, por muy pequeño que sea, parecen un gran cambio. Y aquí, por lo menos, lo ha hecho un pianista excelente pensando en primer lugar en el sonido, porque en los últimos tiempos otros anuncios parecidos han servido únicamente para presentar pianos que de “nuevo” tenían el diseño, muchas veces antepuesto a las propias cualidades sonoras del instrumento.

Otra cosa muy distinta habría sido, como sugería hoy mismo en Facebook Diego Ghymers, gran músico y apreciado colaborador de Musikeon, haber presentado un teclado cromático. O un piano con una mecánica totalmente diferente de la actual. O un piano que incorporara la posibilidad de modificar electrónicamente el sonido mediante un sistema de captación, filtrado y amplificación del sonido incorporado en el propio instrumento. Pero, en el fondo, no tendría sentido esperarse experiencias de este tipo -que supondrían un abrir la música clásica a retos drásticamente (“radicalmente”) nuevos con respecto a la tradición- precisamente de Daniel Barenboim, que esa tradición la encarna mejor que ningún otro. No es de él, sino de otros tras él, de quienes estamos en derecho de esperarnos otros caminos.

Escrito por Luca Chiantore (27 de mayo de 2015)

Los seres infrahumanos del ISIS acaban de perpetrar una masacre de civiles en Palmira: nada más llegar, la semana pasada, decapitaron según la televisión siria a 400 personas, muchas de ellas mujeres, niños y ancianos. Y desde Occidente los dejamos seguir. Nuestros gobiernos miran a otro lado (¿hasta cuándo?) e incluso el día a día de muchos de nosotros, en el fondo, no parece sacudido por esta enésima barbarie.

El hecho de tratarse de Palmira añade, sin embargo, un matiz importante. En todo lo que se ha publicado hasta el momento, es más fácil observar la preocupación por aquellas maravillosas columnas que en pocos días acabarán hechas añicos que por la gente que allí vive. Mujeres, hombres y niños a quienes se les está arrebatando el presente y el futuro, la dignidad y, a menudo, la vida. Y todo ello nos obliga a una reflexión, especialmente decisiva para quienes nos ocupamos de arte, de historia, de educación.

Palmira theatre lateral

Aquellos monumentos son un patrimonio de todos, y no sólo por que lo diga la UNESCO. Nos hablan es de la extraordinaria cultura que allí floreció. Nos hablan de la fuerza de Zenobia, que se enfrentó sola a dos imperios como el romano y el sasánida, convirtió su reino en una potencia militar y llegó a conquistar Egipto así como todo el Medio Oriente. Nos habla de la Ruta de la Seda que por allí pasó, convirtiéndola en una bisagra entre Oriente y Occidente. Y nos habla de cómo otros, siglos después, vieron en la arquitectura de esa ciudad un referente insuperable de belleza. Pero no lo olvidemos: aquellas son piedras. Y si de verdad nos preocupan esos monumentos más que esos pobres seres humanos nuestros contemporáneos, entonces cabe preguntarse si no nos parecemos al ISIS más de lo que nos gustaría creer.

Amo el arte, los vestigios de nuestra historia cultural y su incalculable valor estético y simbólico. Pero si la vida humana nos importa menos que esas piedras y los valores que vemos reflejados en ellas, entonces no vamos bien. Esos salvajes piensan exactamente lo mismo: destruyen esas piedras por lo que representan. Lo han hecho en Hatra, en Nimrud, en Mosul, y lo harán muy probablemente en Palmira. Y lo hacen porque, en el fondo, esas columnas y esas estatuas, con todo lo que representan (para ellos y para nosotros) les importan mucho más que la vida y la libertad de la gente.