Circula desde hace un tiempo en internet. Es un video de 6 minutos, sencillo y extraordinariamente bien hecho, que reivindica la creatividad artística en todas sus formas. Sus autores, Elio González y Rubén Tejerina, han hecho un trabajo soberbio, con un mensaje contundente y a la vez dulcemente poético. Quienes no lo han visto todavía, que lo hagan cuanto antes: aquí está, para quienes no tengan la paciencia de buscarlo en Youtube.

Este video lo dice todo y parece que no haga falta añadir nada más. En algunos aspectos, incluso se queda corto. Como recordaba recientemente David Ortolà en Facebook al comentar este mismo video, la carrera artística no requiere las mismas horas que otras carreras: requiere muchísimas más, no durante años, sino durante toda la vida. Y quizás sea de agradecer que el guion del video no quiera ser demasiado explícito en recordar que, si los artistas son vistos por algunos como unos “muertos de hambre”, esta expresión deja de ser una metáfora cada vez que un artista tiene verdaderos problemas de subsistencia. Algo nada insólito y nada nuevo, si pensamos que por ese trance pasaron Beethoven, Schubert, Debussy, Bartók y tantos otros nombres ilustres de la música clásica.

Lo que sí merece una reflexión es el listado de ejemplos que el video propone. Desde hace décadas se habla de la necesidad de replantear los conceptos de alta y baja cultura, pero es muy insólito encontrarse de cara una declaración tan radical como la que hallamos aquí. Borges y el flamenco, la Capilla Sixtina y los Rolling Stones, juntos pero no revueltos, en un zapping aleatorio por grandes momentos de la historia de la cultura (occidental, en su inmensa mayoría: una limitación comprensible, visto que se trata de evocar lo que el oyente de habla hispana puede tener en su memoria).

Muchos de nosotros hubieran citado antes otros nombres que algunos de los que aquí hallamos, pero esto no importa. Lo que realmente importa es la pregunta que surge espontánea al escuchar esta lista de nombres: ¿todos ellos los consideramos “artistas”? Porque si no es así, tal vez estemos reivindicando un espacio para el arte sin estar en realidad de acuerdo sobre la definición misma de lo que tenemos en común. Y ya sabemos cuán débil es, siempre, un frente fragmentado y corroído por luchas internas.

Pensemos en el caso que probablemente todos los lectores de este blog sentirán más próximo. Si los músicos clásicos, a la hora de reivindicar más apoyo de parte de las instituciones y más sensibilidad de parte de las instancias educativas, parten de la idea de una superioridad moral de cierta música sobre otra, va a ser muy difícil que no se nos vea como unos privilegiados que pretenden vivir en una torre de marfil. Y aumentará exponencialmente la probabilidad de que acabemos siendo literalmente unos “muertos de hambre”.

Aquí como en política y en tantos otros aspectos de la vida, más vale concentrarnos en lo que tenemos en común. Que es mucho. Muchísimo. Incluso más de lo que a veces podemos llegar a imaginar.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft septiembre 2014)

Finnegans Wake es la última obra de James Joyce, y una de las obras literarias más complejas y experimentales que se han escrito jamás.

Cualquier músico que se acerque a ella percibe inmediatamente en ella las similitudes con los sistemas de organización sonora que tantos compositores fueron desarrollando justo en los años de redacción de esta novela, a la que Joyce tardó 17 años en dar forma, entre 1922 y 1939.

Además del texto escrito, Joyce nos ha dejado también una lectura grabada de algunos importantes fragmentos, entre los cuales es formidable pasaje de Anna Livia Plurabelle que cierra el libro 1, donde dos lavanderas, dialogando en la orilla de un río, al caer la noche se convierten enigmáticamente en un árbol y una piedra.

La grabación de Joyce es una impresionante lección de declamación, cuyo ritmo y cuyos sutiles cambios de entonación son verdadera música para los oídos. En internet este documento (que se remonta a 1929, cuando el libro todavía estaba lejos de acabarse) se encuentra en distintos formatos. Me quedo con el siguiente, que incluye el texto subtitulado (conveniente incluso para quien conoce bien la lengua inglesa, dadas las características de un texto lleno de neologismos y juegos de palabras) y está acompañado de una insólita animación.

«Joyce buscaba un nuevo lenguaje. Y dado que era un músico, cuando hablaba hacía música», dijo Letizia Fonda-Savio, hija de un amigo de Joyce y alumna suya durante su estancia en Trieste. Esta grabación es un perfecto ejemplo de este «hablar haciendo música». La voz de Joyce retalla el texto de su Finnegans Wake, da forma a cada inciso, se adapta a esta prosa fragmentaria como ninguna, buscando en la conexión sonora entre una sílaba y otra el hilo de todo el discurso, que se despliega ante nuestros oídos como una música inimaginable sólo 20 años antes.

No hace falta ir muy lejos para encontrarnos con una asombrosa demostración de ello. Cuando el propio Joyce, pocos años antes, había grabado un fragmento de su anterior Ulysses, la declamación no era la misma: frases más largas y un mayor respiro, con ecos de una épica clásica a la que esa obra mira constantemente. Una interpretación distinta de la anterior y ajustada a las especificidades de una obra distinta.

Se ha dicho a menudo (incluso como ejemplo de que lo mismo sucedería con los compositores) que los escritores no son los mejores intérpretes de sus obras. Tal vez esto valga para otros. Con Joyce no: él me parece un gigante.

P.S. A quien quisiera conocer algo más de cerca Finnegans Wake, aconsejo consultar con detenimiento la página correspondiente en la versión española de la Wikipedia: 22.000 palabras y 273 notas al pie la convierten en la voz más detallada que jamás he consultado acerca de una obra literaria. Existe, además, un website dedicado a la relación entre Joyce y la música, www.jamesjoycemusic.com, que presenta grabaciones de música relacionada con la producción literaria de Joyce. El escritor irlandés, no lo olvidemos, mantuvo siempre una estrecha vinculación con el sonido y llegó a titular su primer libro Chamber Music, aunque se trata de una colección de poemas de amor. Su palabra, desde luego, es música. Y si los poemas son de amor, es música compartida. 

Escrito por Luca Chiantore (copyleft abril 2014)

Escrito por Luca Chiantore (copyleft abril 2014)

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Cuando Roman Polanski rodó en 2002 la película The pianist, sólo una pequeña parte de los espectadores estaban familiarizados con el nombre de Wladyslaw Szpilman, el hombre cuya autobiografía Śmierć Miasta («Muerte de una ciudad») había servido de base al guión.

Al margen de lo que cada uno de nosotros haya opinado y siga opinando ante aquella película (¿cómo olvidar ese piano cuya afinación había aguantado inexplicablemente años de bombardeos y gélidos inviernos polacos? ¿y ese Steinway de cola de la escena final, modelo 1995, con teclas de plástico, cantos redondeados y un logo inimaginable en la Varsovia de 1945, como si la película fuera en realidad Regreso al futuro?), lo cierto es que la figura de aquel músico bien merecía ser conocida por el gran público. Yo creo que Szpilman merecía, en realidad, otra película: una película más acorde con la íntima emotividad del libro, y que no intentara presentarnos a su protagonista como el pianista que no era. Es probable, eso sí, que la película que yo hubiera deseado no habría ganado tres Premios Oscar ni siete Premios César. Pero si hoy dedico a Szpilman este post es porque he vuelto a ver este video, en el que el propio pianista, poco antes de su muerte, toca en su casa de Varsovia el Nocturno póstumo en do# menor de Chopin: 

La grabación de Szpilman es un trozo de historia. Es, sin embargo, un documento que hemos de tratar con cuidado, para aprender de él y no caer en fáciles banalizaciones. 

Szpilman no fue nunca -ni antes ni después de la guerra- un nombre propio en la historia de la interpretación. Fue lo que entonces se denominaba un «pianista de radio»: alguien que con su música rellenaba espacios en antena y garantizaba una presencia sonora con una flexibilidad que los discos no podían proporcionar. Los pianistas que hicieron historia, en la Polonia de antes y después de la guerra, fueron otros. 

Un hilo invisible, en la vida pianística polaca, liga entre sí una figura legendaria como Aleksander Michałowski (pasando indirectamente, por Ignaz Paderewski, Artur Rubinstein y Witold Małcużyński, que vivieron gran parte de su vida en el extranjero) a los cuatro intérpretes que ganaron el Premio Chopin jugando «en casa» (Halina Czerny-Stefańska, 1949; Adam Harasiewicz, 1955; Krystian Zimerman, 1975; Rafał Blechacz, 2005), y ese hilo no pasa por Wladyslaw Szpilman. 

Si el pianismo de Szpilman nos fascina, es posible que lo haga precisamente por ser lo contrario de lo que permitiría ganar un concurso internacional, e incluso de lo que necesitamos para seducir a la audiencia de un gran auditorio. Y desde luego, gracias a todo lo que sabemos acerca de su protagonista, si ese pianismo nos emociona tanto es porque nos acerca a una experiencia vital compleja, dolorosa e intensa, de la que Szpilman seguía hablando medio siglo después: en sus entrevistas, en su autobiografía libro y también con su música. 

Los tres minutos y medio de este video muestran a un pianista muy distinto incluso del que escuchamos en la banda sonora de la propia película, a cargo de Janusz Olejniczak. La comparación entre ambas grabaciones de este mismo nocturno son esclarecedoras:

Tan «profesional» Olejniczak, tan en línea con las expectativas de la música clásica actual, tan riguroso en la elección de una versión de la partitura que en en los años 40 ni siquiera se conocía (con ese improbable re sostenido como fundamental de la segunda armonía del tema principal), mecánicamente impecable y protagonista de una grabación cuya reverberación larga y resonante da a su disco ese tono a mitad de camino entre lo místico y lo edulcorado que tantas veces hemos oído en los discos de música clásica en los años 90, y que en 2002 todavía muchos técnicos de sonido empleaban. Tan «amateur», en cambio, Szpilman, con ese pulso oscilante, esa mano izquierda que a menudo tiene más variaciones dinámicas que la propia melodía, y con esas adaptaciones textuales de las que tal vez él ni siquiera fuera consciente, pero que bien habrían provocado la ira de quien fue su profesor en Berlín a principios de los 30: nada menos que Artur Schnabel. 

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No seré yo, desde luego, el que reniegue de una interpretación como la Szpilman, síntesis de tradiciones y a la vez alternativa al pensamiento único dominante. Y me alegro de comprobar cuántos comentarios emocionados suscita el video por la red. Pero sí es preciso ser conscientes de que lo que escuchamos en esta grabación contradice mucho de lo que venimos enseñando desde hace décadas en medio mundo. Es lo contrario de una lectura rigurosa de la partitura (véanse los cambios textuales) y es lo contrario también de una interpretación históricamente informada (con esa dinámica y ese rubato en la mano izquierda, tan distintos de los que los contemporáneos atribuyen a Chopin, y una realización de los adornos que no se ajusta a esas mismas fuentes); no se sustenta en ningún sistema analítico (ay, esos schenkerianos…) ni por supuesto propone una versión a contracorriente, basada en algún posicionamiento estético alternativo. Cualquier intento de ubicarla de una u otra forma en un devenir histórico está destinado al fracaso.

La historia personal de Szpilman nos habla del drama de una ciudad y de la tragedia de un pueblo, y en este sentido sí trasciende el entorno personal. Pero su manera de tocar se mueve en otra dimensión: precisamente esa dimensión que se sitúa en los márgenes del fluir de la historia. 

 

Hace justo 25 años, el 2 de febrero de 1988, nos dejaba Solomon Cutner, el hombre que en la historia de la interpretación pianística solemos recordar únicamente por el primero de esos nombres: él, para todos, fue siempre y únicamente “Solomon”.

Mil cosas podrían decirse de él, que protagonizó un itinerario personal y artístico en muchos aspectos único, y cada uno de esos aspectos daría para un post aparte: las prodigiosas hazañas de sus años de infancia, que parecieron rediseñar los límites de lo “humanamente posible”; los tormentos años de estudio con su principal profesora, Mathilde Verne, una alumna de Clara Schumann en cuya casa vivió auténticos episodios de maltrato; la peculiaridades de su nombre de pila, que al convertirse en nombre artístico prolongó las sombras de su etapa como niño prodigio impregnando una vida adulta marcada por una controvertida relación con los escenarios; la parálisis que sufrió su brazo derecho en 1956, con tan sólo 54 años, y que puso fin a su carrera; su fama de venerado y a la vez inalcanzable maestro, al que acudieron con regularidad, hasta el final de sus días, incluso celebridades como Shura Cherkassky.

Hoy, sin embargo, quiero recordarlo destacando un aspecto muy concreto de su arte, el que más permite diferenciarlo de cualquier otro intérprete: su interés por la manera en que el sonido acaba. Nadie como él, en toda la historia de la interpretación pianística, ha sabido matizar con tanta variedad la transición del sonido al silencio. En todas y cada una de sus interpretaciones conviven sonidos que se cortan de repente (pocos), sonidos que se apagan despacio (muchos); algunos se extinguen en un instante gran parte de su intensidad, pero dejando tras de sí una sutil reverberación, mientras otros parecen desinflarse como un globo, perdiendo fuelle de forma exponencial (y ése era uno de sus efectos más extraordinarios).

Hablamos de unas pocas décimas de segundo, claro está, pero décimas capaces de definir un mundo estético. Y la existencia de un magnífico video —un sólo, pero más que suficiente: se trata de la grabación íntegra de la Appassionata— nos permite ver cómo se gestaba aquello que en sus grabaciones audio podemos oír. Lo vemos, en realidad, sólo en parte, ya que la cámara nunca encuadra los pedales, de dónde surgían muchas de las increíbles finuras del pianismo de Solomon. Y el audio, es cierto, en este caso no es tan sofisticado como el de sus célebres grabaciones para EMI (Solomon llegó a tiempo para dejarnos incluso muchas grabaciones en stereo), de modo que no siempre entre lo que vemos y lo que oímos hay toda la coherencia que desearíamos. Pero si estamos acostumbrados a las grabaciones de Solomon, es inevitable quedarse boquiabiertos ante esos movimientos del dedo y esos movimientos de la muñeca, que con tanta variedad buscan la forma en que el cuerpo del pianista se aleje de la tecla tras la producción del sonido.

Lo que hacía Solomon con sus dedos y sus pies era indudablemente extraordinario; de hecho no conozco otro pianista que haya llegado a tanto, en este sentido. Ahora bien: nadie consigue esto pensando en sus dedos ni en sus pies; esos sonidos, si queremos llegar a producirlos, tenemos que tenerlos primero en nuestra mente, tiene que tener un lugar preciso en nuestra imaginación sonora, para poder ir tras ellos, día tras día, durante una vida, y así disponer de los recursos para arrancarlos del instrumento. Claro está que, en el transcurso de esa misma búsqueda nuestra también nuestras expectativas van refinándose, y la experiencia física con el instrumento también proporciona caminos y ofrece resultados a veces inesperados. Pero jamás podremos conseguir nada que nuestro oído no sea capaz de producir, y las terminaciones de Solomon son un excelente ejemplo de todo lo que nuestra imaginación puede ganar del escuchar en profundidad, con esa atención que busca más allá de lo que oiríamos con una escucha más distraída.

Escuchemos, pues, a los grandes. Pero escuchémoslos bien. Entrenémonos a captar sutilezas, a percibir aquellas pequeñas oscilaciones en las propiedades de cada sonido que marcan la diferencia entre lo que está sencillamente «bien hecho» y una interpretación inolvidable, porque de eso se alimenta nuestra propia riqueza sonora.

Si no estamos muy pendientes, si la nuestra no es una escucha activa, es posible que escuchemos durante horas a Solomon sin ni siquiera percatarnos de todo lo que sucede en las terminaciones de sus sonidos. Y el caso de Solomon es tan interesante precisamente porque suele convertirse en una interesante llamada de atención para cualquier pianista, que se encuentra negociando a diario con un instrumento en el que casi todo depende del momento del ataque de la tecla, sin mucho margen para correcciones posteriores. El piano, de algún modo, parece invitar a que el oído se concentre en el inicio, y no en el final de la nota: en cómo la nota empieza, y no tanto en cómo acaba.

Una escucha atenta y analítica, en cambio, nos permite comprender cuán importante es cuidar el sonido en toda su duración. Se trata de una necesidad que acompaña el intérprete en todo momento, pero lo es por partida doble precisamente cuando lo que queremos estudiar y mejorar precisamente el mecanismo, el gesto, el movimiento entendido como la dimensión más material en la actividad de un intérprete. Porque allí, precisamente, el riesgo de aislar ese gesto del sonido resultante puede tener terribles consecuencias. Y, de nuevo, la Appassionata de Solomon se convierte en un ejemplo ideal: esa plástica movilidad de la mano puede parecer un inútil y estetizante capricho, si no conseguimos reaccionarla con variaciones sonoras en el plano de la intensidad y la articulación. Si, en cambio, esas diferencias están constantemente presentes en nuestra mente, esos gestos empiezan a cobrarsentido. Se vinculan a un efecto sonoro cargado de matices y sutilezas, y ésa es la verdadera razón de ser de cualquiera de los movimientos de un intérprete.

Estudiar significa practicar para acercarnos a un objetivo. Si ese estudio está impregnado en todo momento de una intención precisa, esa intención -y toda la veriedad sonora que esto implica- será lo que el pianista asimilará. Si no, únicamente habremos practicado un gesto gímnico vaciado de cualquier otro fin que no sea la propia hazaña biomecánica. Y en vano intentaremos «aplicarle» la «interpretación» a posteriori, como si se tratara de aplicarle una mano de pintura para darle el acabado final. Cuándo más rico y diversificado sea ese objetivo sonoro, en cambio, más productivo será nuestro estudio y más rica será nuestra interpretación.

Grandes figuras como Solomon las necesitamos precisamente porque amplian nuestro horizonte. Personalmente, con él he descubierto fronteras que desconocía, observando el uso de la resonancia que tanto caracterizaba su pianismo. Ese la bemol que se transfiguraba en elostinato de la Berceuse de Chopin, esas respiraciones en la K. 333 de Mozart, ese infinita diversidad de staccatos en las Variaciones Brahms-Händel o en tantos momentos de las muchas sonatas de Beethoven que grabó y que no llegaron a convertirse en una integral por ese infarto cerebral de 1956, son tan sólo algunos ejemplos de un pianismo inolvidable que supo ver en un aspecto de la interpretación que siempre estuvo allí, una mina capaz de proporcionar tesoros insospechados.

Sigamos sus huellas, por tanto, para hacer nuestros esos tesoros. Pero también podemos dar un paso más allá, y ver en una figura como él un ejemplo de cuánto queda por hacer, en ese mágico mundo que es la interpretación: él buscó y encontró su tesoro allí; pero ¿cuántos otros habrá escondidos en otros lados? Tal vez sólo estén esperando alguien que vaya en su búsqueda. El caso de Solomon, que encontró el suyo trabajando en torno al ocaso del sonido, seguirá en cualquier caso siendo único, y desde luego escalofriante si hoy lo pensamos en perspectiva, porque cada uno de esos sonidos, tan atentos a cómo el sonido se convierte en silencio, parecen un anuncio de ese estremecedor silencio en el que se convirtió efectivamente su vida, durante los 32 interminables años que pasaron tras la parálisis de 1956 y lo acompañaron hasta ese 2 de febrero de 1988 del que hoy recordamos la efeméride.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft febrero 2013)

El primer disco de TROPOS será muy pronto una realidad. David Ortolà y yo estamos a puntos de empezar a grabar, en medio de un electrizante proceso cargado de decisiones importantes y de contactos con profesionales muy diversos. Sabemos que estos intensos días van a marcar un antes y un después en la historia de este proyecto, y suponen por tanto una excelente ocasión para reflexionar sobre lo hecho hasta el momento.

Como bien saben quienes nos han seguido desde el principio, TROPOS nació el pasado 1 de junio en Porto Alegre, en el marco prestigioso del PERFORMA 2013, tras una larga gestación de ensayos e interacción mutua (nueve meses, mira por donde…). Desde entonces nuestra criatura ha empezado a andar, cada vez con paso más firme, y los diez conciertos hechos hasta el momento (tres en Brasil, dos en Argentina y cinco en España, más la audición privada en casa de Marlos Nobre en Rio de Janeiro) nos han servido para afianzar un proyecto en el que David Ortolà y yo creemos hoy más que nunca. Esos conciertos se quedaran para siempre en nuestra memoria y son la base de lo que vamos a presentar en nuestro primer disco. 

De estos conciertos no nos llevamos sólo la experiencia concreta relacionada con la interpretación de este programa, sino también algunas impresiones de tipo más general, relacionadas con la vivencia que supone para nuestros oyentes asistir a la relectura del repertorio clásico que ofrecemos con TROPOS, y también lo que todo esto supone para nosotros mismos, músicos cuyas experiencias previas confluyen en este proyecto y allí se enriquece de vivencias nuevas y a veces inesperadas.

Tanto para David como para mí, TROPOS está resultando una aventura profunda y de algún modo inesperada, al tiempo que supone un punto de encuentro de múltiples experiencias previas. De ahí que personalmente me sienta tan atraído por la tarea de compartir impresiones acerca de ello, utilizando un medio para mí tan habitual como es el escribir. Una reflexión que parte del que es mi propio punto de partida, a la hora de lanzarme a este proyecto. Un punto de partida muy distinto del de David y que tiene como primera referencia la experiencia como intérprete que acumulé durante más de diez años de viajes y conciertos, durante mi juventud: una carrera aparcada de forma voluntaria, libre y muy consciente, en 1995, para orientarme a la docencia y la investigación.

Tras 18 años sin dar ni un concierto, TROPOS me ha llevado a pisar de nuevo un escenario. Y tras estos primeros conciertos veo hasta qué punto este regreso ha sido un acierto, exactamente como lo fue en su día dejar de tocar en público para dedicarme de lleno a tareas que me resultaban más satisfactorias y emocionantes. No todos me entendieron entonces, pero estaba muy seguro de mi decisión. Y Grigory Sokolov, un año después, me dio la clave. Sokolov me había conocido en mis años de joven concertista y con él había hablado personalmente de mi determinación a no seguir dando conciertos. Por ello, al encontrarme con él al año siguiente, lo primero que me preguntó fue si seguía lejos de los escenarios. Cuando le dije que sí, y que estaba muy feliz volcado en la investigación y la docencia, lo único que comentó fue: “Entonces has hecho muy bien». Y en seguida añadió: «Yo no podría; no podría vivir sin dar conciertos”. Más o menos lo que contesta Rainer Maria Rilke a las preguntas de Franz Xaver Capuz, el joven poeta de sus Cartas a un joven poeta: se trata de hacer aquello que sentimos indispensable para nosotros y para los demás.

Si intento sisntetizar el conjunto de impresiones diversas que se han sucedido en estos últimos meses en los ensayos y los conciertos realizados junto a David Ortolà (y es lo que voy a hacer a continuación) veo delinearse con claridad cuatro aspectos que no había experimentado jamás, con tanta intensidad, como intérprete de la música del pasado. Dos tienen que ver con la relación entre el público y la experiencia de la escucha; los otros dos están más vinculados a la relación entre el intérprete y la interpretación. Pero la interacción entre estos cuatro aspectos es continua: si los trato por separado es únicamente por facilitar al lector la comprensión de un mundo que hoy siento tan mío.

Esto es precisamente lo que estoy sintiendo con TROPOS. Deseo de ensayar, deseo de tocar, deseo de saber qué produce en el público todo lo que hacemos. Sabemos perfectamente que TROPOS proporciona, tanto a nosotros que tocamos como a quienes nos escuchan, vivencias muy distintas con respecto a aquello que suele ser hoy un concierto clásico. Y en mi caso, que llevo años hablando y escribiendo acerca de los posibles caminos que tiene la música de arte ante sí para contactar con el presente y no caer en un formalismo estéril, TROPOS significa realmente pasar a la acción, recorriendo con espíritu de aventura uno de esos infinitos caminos posibles.

Descubrimiento

El comentario que más a menudo hemos escuchado tras nuestros conciertos ha sido el de oyentes que aseguran haber permanecido de principio a fin en un estado de expectación continua, de ininterrumpida tensión emotiva causada por la curiosidad de saber lo que vendría a continuación. Un tipo de emoción relacionada, por tanto, con el descubrimiento de lo desconocido, pero a partir de una constantemente interacción con lo que ya conocemos, porque con TROPOS el legado del pasado está siempre a la vista. Y esa es precisamente nuestra idea: que la música que ya conocemos (o se supone que conocemos, si estamos familiarizados con la música clásica) suene como si no la hubiéramos escuchado jamás.

Que el oyente viva la escucha como si fuera una “primera vez”. Esa primera vez que parecía irremediablemente perdida, en el caso de una música como ésta, que se lleva a cuesta una larga historia y suele acudir una y otra vez a un repertorio de referencia formado por un reducido número de autores y obras. En nuestros conciertos ese repertorio sigue allí, casi nota a nota. Pero interactúa con un nuevo material, y esto transfigura totalmente la escucha. El oyente no puede vivir el concierto como una plácida contemplación de lo conocido: la expectación, la sorpresa, el continuo sentido de la novedad son inseparables de nuestra propuesta.

Modernidad

Por otra parte, cualquier interpretación de la música del pasado es una manera de entablar un diálogo con ese pasado. Y con TROPOS esas partituras se entrecruzan con capas de sonido cargadas de referencias a procesos compositivos propios de la música más reciente. El resultado global es el de una propuesta estética muy actual. Diferente, desde luego, de la idea que hoy tenemos de cómo suena la música de cada época. Pero sí capaz de reproducir la sensación de “actualidad” que esa música tuvo inevitablemente en el momento de su creación, un momento en que esa era música “contemporánea”, a menudo rabiosamente “moderna”, y no la venerable reliquia de un pasado ya lejano. El diálogo con el pasado es un diálogo de tú a tú, que parte del respeto y la admiración por la cultura de la que procede la partitura, pero también de la fascinación por el mundo que nos rodea, que en última instancia es el que como intérpretes compartimos con nuestros oyentes.

Interacción

Un pianista suele pasar gran parte de su vida en soledad. Estudia solo, sentado ante su instrumento; y tiene un repertorio extraordinario para piano solo, tan amplio y tan rico que una vida no basta. Por supuesto existe la música de cámara, en sus múltiples formas, pero la realidad es que la mayoría de pianistas centran su carrera en el repertorio a solo. Y ese repertorio a solo es la base de la propuesta de TROPOS. Con la diferencia de que aquí tocas las obras a solo… sin estar solo. Y esto quiere decir interactuar, compartir, dejarse sorprender y tener que adaptarse a lo inesperado. 

Adaptarse, en particular, a cómo el otro reacciona a la acústica de cada sala, a las características y a la disposición de los instrumentos, algo que ante texturas tan densas como las nuestras se convierte en un reto constante. Y a cómo el otro frasea ese día, a cómo se encuentra y se expresa a través de su instrumento. Una interacción musical, por tanto, que es realidad una interacción humana y emotiva.

Tradición

La música clásica tiene modelos muy estrictos: la tradición se ha encargado de crear precisas escalas de valores y una forma muy acotada de entender cómo tiene que sonar la música de cada época y de cada autor. A lo largo del siglo XX, en particular, la estética musical ha ido avalando la idea de una interpretación ajustada a modelos ideales, ligados a la supuesta idea sonora del compositor y/o al rigor en la traducción sonora de la notación.

TROPOS no podrá estar más lejos de esta idea: aquí no hay una perfección ideal que alcanzar, porque el objetivo sonoro se va creando y adaptando a cada situación. Nunca sabes exactamente lo que va a pasar, especialmente porque del otro lado no tienes otra parte igualmente escrita sino un mundo abierto a la improvisación y a la transformación continua de la partitura. Lo que no quiere decir renunciar al diálogo con la tradición. Al contrario, la tradición está muy presente, a veces de forma muy explícita, con referencias a interpretaciones concretas de uno u otro intérprete, o a las revisiones y adaptaciones diversas que de esas partituras han hecho otros compositores y editores. Pero, de nuevo, se trata de un diálogo abierto, en igualdad de condiciones. Por ello yo, que interpreto la parte más ligada al texto “tal como el compositor la ha escrito”, dejo para el momento del concierto tantas decisiones acerca de las distintas variantes textuales: alternativas entre las cuales elijo en tiempo real cuál elegir, y que se integran naturalmente en un contexto en el cual tantas otras decisiones (sobre dinámica, articulación y otros parámetros) están dejadas a la impresión del momento. Para quienes hemos crecido en la rigidez propia del mundo interpretativo clásico surgido de la estética stravinskiana, cada una de estas decisiones en tiempo real es una bocanada de aire fresco, un pequeño momento de íntimo placer en el marco de esa fiesta constante que es cada una de los conciertos de TROPOS. Porque así vivimos nuestros conciertos: como una fiesta. Una gran fiesta compartida.

Ahora nos esperan algunas semanas de reflexión, viajes y ensayos, antes del siguiente gran paso. Josep Colom se ha querido unir a esta aventura y el 2 de noviembre tendremos nuestro primer concierto a tres pianos. Un concierto en el que, además, estrenaremos una nueva obra en la que me vuelco también como compositor: una obra basada en los famosos apuntes de trabajo de Beethoven de los que quien ha asistido a alguna de mis recientes conferencias me ha oído tanto hablar. De mi Beethoven al piano, directos a los escenarios. Y para alguien como yo, que dejé atrás la composición hace mucho tiempo, esto supone un reto y un atrevimiento. Pero tener al lado a David Ortolà es una tal fuente de estímulo que acaban por brotar ideas que nunca hubieras imaginado tener, y entonces vale la pena lanzarse.

Es lo que tiene estar envueltos en esta vorágine creativa llamada TROPOS. Una vorágine electrizante y apasionante que, hoy más que nunca, espero compartir con cada uno de los lectores de este blog. Musikeon, en el fondo, nació para hacer posibles aventuras como ésta. Aventuras de aquéllas que dan sentido a todo lo que hacemos.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft, noviembre 2013)

Escrito por Luca Chiantore (copyleft agosto 2013)

Tras dos posts dedicados al prestigio, a las salidas profesionales, a la importancia de la investigación y al placer que ésta sabe proporcionar, llegamos hoy al final de nuestro recorrido en busca de posibles razones para cursar unos estudios de doctorado. Y lo hacemos con dos puntos que tienen un especial sentido precisamente en el caso de la investigación artística y de un doctorado en música práctica, como el que desde Musikeon estamos presentando. Personalmente, hay en este post mucho de aquello en lo que más creo.

 

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RAZÓN Nº 5: CONVERTIRSE EN AUTÉNTICOS “ESPECIALISTAS”

Unos estudios de doctorado suponen dedicar varios años de nuestra vida a un único tema. Por muy ramificado que éste sea, por muy relacionado que esté con otras áreas del saber, nuestra tesis debe tener un objeto acotado y una hipótesis muy clara, si no queremos vagar a ciegas y no llegar a ningún lado, y el resultado no puede ser otro que una “especialización”: nos convertimos en especialistas del tema al que hemos dedicado nuestra tesis doctoral, que monopoliza nuestra actividad durante años. Y no se trata, obviamente, de una cuestión puramente cuantitativa: en hecho de tener que seguir una metodología precisa nos obliga a afinar nuestras herramientas para que nuestra propuesta sea original y convincente.

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Todo ello tiene una especial trascendencia si lo aplicamos al mundo de la música práctica. Un doctorado en música supone un estímulo para buscar nuevas perspectivas, yendo más allá de lo que otros han hecho en la misma área del saber. Si nos interesa -pongamos un ejemplp- el piano de Granados, no bastará con estudiarnos su obra completa: habrá que mostrar facetas específicas, desarrollar habilidades concretas, abordar la interpretación de su obra con un enfoque determinado y argumentado. Entonces sí podremos hablar de una «tesis sobre Granados». Y esto se hará también a través de un texto explicativo, pero sobre todo a través de la interpretación.

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Tal vez desarrollando nuestra faceta de improvisadores (probablemente partiendo de las improvisaciones grabadas por el propio Granados), o quizás buscando una interpretación no tan contrastada dinámicamente como las que actualmente se suelen proponer y en cambio especialmente atenta a la dimensión agógica (en la línea de las grabaciones del propio Granados), o evidenciando las asimetrías formales, o los ritmos de danza, o las herencias de la música de salón, o algún otros de los tantos aspectos que confluyen en su lenguaje.

En cualquier caso se tratará de crear una forma única y personal de movernos en nuestro entorno, de tener algo exquisitamente nuestro que ofrecer a nuestro público y a nuestros alumnos. Algo que defina nuestra propia identidad de músicos y de miembros del mundo de la cultura.

 

RAZÓN Nº 6: DISEÑAR NUEVOS CAMINOS PARA LA MÚSICA

De lo que acabo de decir en el punto anterior se llega directamente al que para mí es el punto clave, sin duda el más fascinante de todos. Si el doctorado supone investigación, y la investigación es por definición una búsqueda de lo que no se conoce, el resultado de cualquier tesis debería ser una ampliación de las fronteras que actualmente enmarcan el ámbito en el que desarrollamos nuestra actividad artística y docente. Una tesis en música es una aportación al mundo musical, y por muy pequeña que sea esta aportación, ese mundo musical ya no es el mismo a partir de entonces. Así debería ser, por lo menos. Una tesis aporta nuevo conocimiento, y si aquí hablamos de un doctorado en música práctica, esa aportación tendrá que ver con nuevas formas de hacer música.

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Quién me conoce y ha seguido mis escritos, mis conferencias y mis cursos, especialmente los más recientes, sabe cuán sensible me siento ante el futuro de la música que más amo, la música clásica de tradición europea. Precisamente en este campo, la investigación es fuente de esperanza y optimismo para el futuro. Y no estoy hablando, por supuesto, de que la investigación nos ayude a entender mejor “cómo hay que tocar”, sino de lo contrario: de que nos ayude a romper la idea según la cual existe una manera de tocar más “correcta” que otra, más cercana a algún supuesto “original”. Frente a la idea de una interpretación supuestamente inspirada en una “fidelidad a la partitura”, en el “respeto de la voluntad del compositor” o en un supuesto “estilo de la época”, el doctorado impone un inmediato, radical y esperanzador cambio de perspectiva. Si creemos que este cambio es necesario y queremos contribuir a ello, el doctorado es un espacio ideal. Un espacio que nos habla de creación de conocimiento, de cultura compartida, de una actividad artística capaz de incidir en nuestra sociedad ytransformarla.

 

Quien nos sigue desde hace tiempo en este blog habrá fácilmente intuido cuán importante es para todos, en Musikeon, esta forma de enfocar las cosas. Lo que no quiere decir que en la decisión de cursar un doctorado no pesen también otros muchos alicientes, con toda legitimidad: razones como las que comentamos en otros posts de esta serie, las que encabezaban nuestra lista de seis razones. Pero está claro que nuestro interés (y el mío personal, desde luego) se incrementa exponencialmente a medida que nos acercamos al dinal de la lista. Si no fuera por estas dos últimas razones, de hecho, yo no me hubiera embarcado en este proyecto, que tiene ahí precisamente su razón de ser. Personalmente, no imagino razones más nobles y fascinantes que aquellas que protagonizan este post. Sólo espero que existan estudiantes dispuestos a acompañarme en esta aventura. ¿Quién se anima?

N.B. Este post forma parte de una serie de textos escritos en agosto de 2013 con ocasión del convenio que Musikeon ha suscrito con la Universidad de Aveiro. A continuación, están los enlaces correspondientes a toda la serie y la página dedicada a dicho doctorado en la página web de Musikeon:

 

Escrito por Luca Chiantore (copyleft agosto 2013)

Ayer hablábamos de razones para un doctorado, y lo hacíamos partiendo de dos aspectos muy ligados a la dimensión curricular y al prestigio que suele tener el alcanzar la más alta titulación académica. Hoy seguimos con otras dos razones, pero de índole muy distinta y, desde mi punto de vista, enormemente más fascinantes.

RAZÓN Nº 3: PARA FORMARNOS COMO INVESTIGADORES

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El doctorado es inseparable del concepto de investigación. Y lo es también en el caso de los que, sobre todo en los Estados Unidos, se suelen denominar “doctorados profesionales”, como es el caso del DMA para los músicos. Una investigación que debe ser entendida tal como el mundo universitario la concibe: una aportación al conjunto de la comunidad académica. No se trata, por tanto, de enriquecer nuestros propios conocimientos, sino de enriquecer el mundo artístico con nuevos enfoques, nuevas herramientas, nuevas propuestas estéticas.

La investigación es una actitud, no sólo un medio para alcanzar determinados objetivos. Y es, en muchos sentidos, una actitud que choca con la tradición didáctica cultivada mayoritariamente en los conservatorios durante estos últimos doscientos años. Dediqué el año pasado una conferencia entera a este aspecto, hoy accesible en las actas del Congreso de Educación e Investigación Musical CEIMUS II, donde recordaba que para un intérprete clásico la investigación representa un reto de alcance histórico. La investigación supone abrirse a lo nuevo, a lo improbable, a lo que nadie ha hecho jamás: precisamente lo contrario de la reiterada imitación de unas pautas interpretativas avaladas por la tradición. Y formarse como investigadores supone saber cómo moverse en busca de alternativas sólidas y argumentadas a aquello que hoy se considera como aceptado y compartido por la comunidad en la que nos movemos. Un reto siempre fascinante para cualquier investigador, pero doblemente atractivo cuando hablamos de investigación artística, un terreno en el que tanto queda todavía por hacer y por escribir.

RAZÓN Nº 4: EL PLACER DE INVESTIGAR Y DESCUBRIR

¿Hay aliciente más fuerte que el placer de hacer lo que más nos gusta? Probablemente sí. Pero es cierto que el goce personal es un motor de largo recorrido. E investigar es una realidad que puede dar sentido a una vida entera. Dar sentido y aportar momentos de auténtico placer.

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Me alegro mucho cada vez que oigo comentarios acerca del “placer” y de la “emoción” con la que otros leen mis libros; pero si es así, esto es tan sólo el eco del placer y de la emoción con la que yo mismo viví la redacción de aquellas páginas y sobre todo las investigaciones previas que condujeron a tener algo que contar. Las muchas horas pasadas entre los libros del siglo XVIII y XIX de la Library of Congress de Washington o la Bibliothèque Nationale de France para la preparación de mi Historia de la técnica pianística, o los días pasados escudriñando milímetro a milímetro los microfilms que incluyen los ejercicios técnicos de Beethoven los asocio a la sensación de un placer infinito, imposible de describir con palabras.

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Pero no menos fascinante resulta la investigación cuando se hace desde la música práctica, y de nuevo no puedo hacer otra cosa que partir de vivencias personales: las experiencias recientes vividas junto a David Ortolà, y en particular el proyecto Tropos, que ha ocupado los últimos diez meses de mi actividad como pianista, ha sido fuente de momentos inolvidables, dentro y fuera del escenario. Porque es siempre emocionante tocar en un templo de la música como es el Teatro Colón, pero lo es de un modo especial cuando lo que compartes con el público es una aventura estética en la que confluyen años de búsquedas e inquietudes que el público percibe inmediatamente como una propuesta nueva e imposible de comparar con ninguna otra.

Como ya sucedía en el caso de las dos razones comentadas en el post anterior, cada persona tiene su propia forma de vivir cada uno de estos alicientes: no todos tienen por qué tener la misma importancia ni la misma intensidad en cada uno de nosotros. Pero ahí están, a conformar un complejo abanico de realidades. No cabe duda de que las que acabo de describir las siento muy mías. Pero nada comparado con todo aquello de lo que hablaré mañana. Así que… 24 horas más, y volveré. ¡Hasta muy pronto!

N.B. Este post forma parte de una serie de textos escritos en agosto de 2013 con ocasión del convenio que Musikeon ha suscrito con la Universidad de Aveiro. A continuación, están los enlaces correspondientes a toda la serie y la página dedicada a dicho doctorado en la página web de Musikeon:

 

Escrito por Luca Chiantore (copyleft agosto 2013)

En los días anteriores he hablado de muchos temas relacionados directa o indirectamente con los doctorados en música. Pero una pregunta inevitable a la que hemos de prestar toda nuestra atención es precisamente aquella en la que todo esto empieza: ¿por qué un músico debería cursar un doctorado? ¿Qué gana a cambio? ¿Qué alicientes pueden llevarlo a dedicar años de su vida a una formación de este tipo, incluso si ésta está directamente ligada a su actividad artística?

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Es un interesante ejercicio buscar las respuestas a estas preguntas. Las reduzco a seis, que me parecen sintetizar distintas actitudes, todas ellas respetables pero también muy distintas entre sí en forma y contenido, y a estas seis razones voy a dedicar los siguientes posts, dos respuestas al día. Como os podréis imaginar, dejo para el final las que más me importan, tanto es así que hoy empiezo por las más tangibles y concretas. No sé si para algunos serán las más importantes. Para mí no lo son, pero sé que todo suma, y que cada uno puede tener sus alicientes.

 

RAZÓN Nº 1: EL PRESTIGIO

Una primera razón (que es en realidad un conjunto de razones) es el prestigio, a veces sostenido por un mayor estatus profesional, otras veces materializado en una inyección de autoestima, a menudo aliñado por el reconocimiento de las personas de nuestro entorno. Nos cueste creerlo o no, hay países y entornos en los que tener el título de doctor cambia las relaciones interpersonales: en un país como Alemania, entre ser Frau X y ser Frau Dr. X existe una diferencia importante de trato y respeto (lo que bien puede compensarse con una sana carga de autoironía, como la de la tira cómica que inserto al final de este post: cuando tengan ocasión, no dejen de visitar la mítica página de la que procede, www.phdcomics.com). Y todo ello puede estar acompañado de una significativa diferencia de sueldo: en Brasil, por ejemplo, un profesor de una Facultad de Música (institución análoga en muchos sentidos a un conservatorio europeo) pasa a cobrar automáticamente hasta un 40% más en el momento en que se doctora. Un aliciente nada despreciable para promover la formación del profesorado, ¿verdad?

 

RAZÓN Nº 2: LAS SALIDAS PROFESIONALES

Por otra parte, en prácticamente todos los entornos universitarios del mundo, si eres doctor puedes optar a plazas a las que de otro modo no se puede acceder (en España, por ejemplo, las de “Titular”, “Contratado Doctor” y “Catedrático”). De momento, allá donde la enseñanza musical no se oferta en el marco universitario, esta situación parece lejana, pero en la medida en que se presione para dar a los conservatorios un estatus universitario (como está sucediendo en diversos países, y entre ellos España), puede que las cosas cambien rápidamente. Y al margen de estas situaciones hipotéticas, hay una innegable realidad curricular: de momento, los doctores en música en muchos países son muy escasos, y lo seguirán siendo durante varios años. Pero es probable que en Europa y en otras partes del mundo suceda en los próximos años algo parecido a lo que está sucediendo actualmente con los estudios de maestría: hasta hace poco los pianistas con un título de master eran una rareza, y en pocos años todo ha cambiado; en breve casi todo el mundo tendrá un master y para marcar alguna diferencia curricular habrá que subir un escalón.

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Ahora bien, todo lo que acabo de escribir no es, desde luego, un conjunto de razones que despierten mi mayor empatía. Sólo he empezado de aquí para recordar que el doctorado no es sólo una cuestión de elucubraciones intelectuales o elevados logros artísticos: es también un impulso a nuestra propia vida profesional y personal. Pero esto no se acaba aquí. He anunciado seis razones, y seis serán. Mañana seguiré con otras dos, mucho más golosas. ¡Que pasen un buen día, y que no falte una sonrisa!

N.B. Este post forma parte de una serie de textos escritos en agosto de 2013 con ocasión del convenio que Musikeon ha suscrito con la Universidad de Aveiro. A continuación, están los enlaces correspondientes a toda la serie y la página dedicada a dicho doctorado en la página web de Musikeon:

 

Estaba destinado al desguace: era (y es) un piano como hay mil otros, ya demasiado viejo para casi cualquier cosa. Pero las ideas mueven el mundo, y la que ha tenido Todd, su antiguo propietario, es precisamente eso: una idea.

Ese piano, el que ya todos conocen como «el piano de Bernal Heights», se ha convertido en estos últimos días en un fenómeno del que hablan los periódicos de medio mundo, además de una cita obligada para muchos habitantes de San Francisco. 

Todd necesitaba desprenderse de ese piano. Pero quería hacerlo de una forma especial. Y para ello quiso encontrar un lugar inusual para vivir entre amigos una velada musical diferente: una última velada para decirle adiós a ese viejo instrumento.

Dicho y hecho. Todd y otras cinco personas, con una furgoneta, llevaron el piano hasta la cumbre del parque de Bernal Heights, desde cuya colina se goza de una extraordinaria vista sobre la ciudad. El sitio ideal para pasar una tarde de música al aire libre; lo normal habría sido una guitarra y una harmónica, pero… ¿por qué no hacer música con un piano, ya que tenían uno y ya no servía?

Sin embargo, se corrió la voz. La que debía ser una cita entre pocos conocidos congregó a más de 200 personas. Todavía no está claro cómo pudo ser, porque nadie se encargó de la difusión de la noticia. Pero allí estaba la gente, dispuesta a vivir una noche fuera de lo común. Pero esa noche pasó y el piano, al acabar, se quedó. ¿Olvidado? No. 

En los días siguientes empezó a hablarse del piano de Bernal Heights, empezó a subir gente, por la noche empezó pronto a haber cola para tocar, y mucha gente sólo subía para escuchar. Escuchar y tocar lo que fuera: Mozart, jazz, Chopin, mucha música new age. Y entre los intérpretes hay pianistas amateur, estudiantes avanzados e incluso algún que otro profesional, por lo visto. Desde hace unos días Youtube se está empezando a llenar de videos de todo tipo (algunos muy caseros, otros más elaborados), que dan una idea del ambiente y también del variado muestrario de estéticas que allí se alternan; hay posts que describen la experiencia que supone estar allí, y artículos en prestigiosos periódicos que hablan de la curiosidad del momento.

No sabemos cuanto durará toda la aventura, quén se encargará de la afinación y el mantenimiento en el futuro. Pero la idea de Todd ha sabido crear el acontecimiento musical del verano, en San Francisco. Un acontecimiento que, como todos los eventos que realmente valen la pena, es en realidad una creación colectiva, surgida de la interacción y la participación de quienes han sabido ver en ese viejo piano vertical la ocasión para vivir la música de una forma diferente.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft julio 2013)

El reciente e inesperado nombramiento de Marlos Nobre como director titular de la Orquesta Sinfónica de Recife podría parecer un hecho coyuntural, ligado a los avatares contractuales de una orquesta entre tantas, y en cambio es un evento ejemplar, cargado de implicaciones. Lo es, fundamentalmente, por tres razones.

En primer lugar, según hemos podido entender de la prensa y de las declaraciones del propio Nobre, este nombramiento es el producto de una intervención directa de unos políticos (el joven alcalde de Recife, Geraldo Julio, y la secretaria de Cultura Leda Alves), que ante el abandono de la vida musical de una ciudad toman personalmente las riendas de una situación problemática y realizan un viraje decisivo, a sorpresa. La orquesta es la más antigua de Brasil, posee una larga y prestigiosa historia, pero estaba atravesando un período de profunda crisis, que a muchos había hecho suponer una pronta desaparición. Y para solventar el problema, en lugar de la clásica ceguera a la que estamos tan acostumbrados, el alcalde en persona optó por contratar nada menos que el mayor compositor brasileño vivo, dándole plena confianza para una reestructuración radical de la situación.

El nombramiento es tan significativo también porque supone apostar por la música contemporánea como pilar ineludible en una propuesta que mira a la revitalización de la vida musical de una ciudad entera, una ciudad como Recife cuya área metropolitana (más de 4 millones de habitantes) es la tercera de todo Brasil, tras São Paulo y Rio de Janeiro, y que es a su vez referente ineludible para todo el noreste del país. Habrá que esperar para ver qué tipo de programación y en qué tipo de actividades concretas se materializará este compromiso, pero de entrada resulta sumamente alentador esta confianza, otorgada además a un creador que siempre se ha caracterizado por su rechazo de cualquier dogma y cualquier barrera estilística.

Pero esta nueva titularidad en la Orquesta Sinfónica de Recife me parece tan emblemático sobre todo por otra razón, y me refiero al propio hecho de que Marlos Nobre haya aceptado el cargo. Nobre, 74 años, es con diferencia el compositor más importante de Brasil y el más conocido a nivel internacional. Aunque en el pasado desarrolló una intensa actividad como pianista y también como director de orquesta que sigue realizando puntualmente en la actualidad, Nobre no necesitaba en absoluto ese puesto: no lo necesitaba para afianzar su carrera, ni su nombre, ni sus ingresos.

No era Marlos Nobre el que necesitaba el puesto: era ese puesto que necesitaba a Marlos Nobre. No lo he hablado con él, cuando hace dos semanas David Ortolà y yo lo visitamos en su casa de Rio de Janeiro y tocamos para él, porque el nombramiento ha sido repentino, posterior a aquella hermosa velada, pero estoy seguro de que Nobre ha aceptado ese cargo muy consciente del enorme desgaste que su nueva tarea supondrá, y habrá optado por aceptar el ofrecimiento únicamente pensando en lo que él puede aportar a esa ciudad, que es la ciudad que le vio nacer. Siempre sintió muy suya la música y la cultura de esa región tan característica, el noreste de Brasil. Y sin embargo Nobre está afincado desde hace una vida en Rio de Janeiro, a miles de kilómetros de distancia.

Para él, ser director estable de la Orquesta Sinfónica de Recife supondrá un esfuerzo físico y logístico colosal; supondrá restar a la composición y a la interpretación de sus obras muchísimas horas (y cualquier compositor sabe cuánto cuesta todo eso) y supondrá meter de repente en su vida una serie de preocupaciones que a los 74 años muchos quieren, legítimamente, dejar atrás. Nobre, en cambio, las ha aceptado.

Yo personalmente, y todos en Musikeon, le deseamos toda la suerte del mundo, y lo hacemos con una admiración que va mucho más allá todavía de la que ya sentimos por su música, a menudo realmente maravillosa: es la admiración hacia alguien que se siente parte activa en una sociedad viva y en movimiento. Una sociedad que tanto necesita de personas comprometidas, capaces de ver más allá de su propia comodidad y de su realización personal. Parabéns, Maestro: nos acaba de dar toda una lección de vida.

Escrito por Luca Chiantore (copyleft junio 2013)